lunes, 26 de abril de 2010

Número 6



Mirá, Fernando...

Igual de redondo y abollado en los polos, como una pelota de cuero de tanto sentársele arriba, el mundo era otro en 1986, y el portón de Estrada un cómodo acceso para el pueblo milrayitas que habitaba sobre ese sector del barrio y prefería disfrutar del sol amable de la tribuna visitante, sin mucho conflicto con los hinchas adversarios. 

Girando a la derecha, se desembocaba en el largo baldío hoy tachado por los playones del polideportivo; cancha auxiliar de forzadas dimensiones, luego páramo de emplazamiento de la última cancha de cabezbol, curioso deporte que el Club Atlético Los Andes se ufanó de haber procreado asi como se ocupó de hacer desaparecer.

A la izquierda se accedía al gran mostrador al aire libre que obraba de puesto de choripán para los hinchas visitantes y sus invitados locales “no socios”. De franca extensión, bien sombreada por los árboles, esa barra fue una tarde el epicentro de un incómodo encuentro cuyo correlato violento no superó el grado de tentativa -como mucho el límite del empujón de estudio- y que llamativamente no tuvo como protagonistas a esa clase seres con el cerebro colapsado por las fijaciones futboleras.

Nada de eso. Se trató de dos grupos animados por un explosivo berretín combinado: el cine y la política. Al mando de cada facción se hallaban dos jóvenes distanciados por sus respectivas visiones del mundo, pero unidos por la prosapia de su apellido compuesto: los primos Leandro y Carlos Casa Baliña.  

Ubiquémonos en el tiempo y sus usos. Año 1986: el corderito y la bambula ya claudican en la cresta de la moda y los blujean nevados disputan con los Oggi pinzados la hegemonía de las vidrieras de la galería Laprida. Le Paradis vive aún horas estimulante en la pista, fresco aún el estampado de su logo en nuestra bella casaca. Bajo la bola de mil espejos en la avenida Meeks cunde el cuantró – destilación de moda– y mientras bebe, el rebaño local alimenta de pormenores la leyenda urbana del momento: un Hombre Gato que camina sigiloso por los techos de Lomas de Zamora. Todo en el marco general de una primavera democrática que comienza a amarillear sin verano por medio, en un otoño que vendrá muy lluvioso.  

En el estadio Eduardo Gallardón, mientras tanto, se suscita un hecho artístico. El conocido cineasta Fernando Ayala elige nuestra casa para llevar adelante la filmación de su nueva película,  Sobredosis, una cruda fábula acerca del triste cóctel entre las crisis familiares y el consumo de estupefacientes prohibidos.

En aquellos años Federico Luppi –el protagonista del film– se había constituido en un verdadero frontman de la filmografía nacional y en un incontrastable símbolo sexual. “Tiene fotos de Luppi en camiseta”, nos contaba el verso medular de un fuerte hit de la época, Disco Gay, de la desmembrada banda Autobús, el Soda Stéreo que no fue.

En la película, Luppi era el presidente de un club que se nombraba solo en los agradecimientos, aunque en algunas escenas aparecía nuestro escudo y los jugadores de verdad participaron como extras en los entrenamientos. Hasta accedieron a escuchar una sentida arenga por parte del máximo directivo en la ficción, o sea, Luppi.

Se incluían imágenes de una votación, una larga escena a cargo de Héctor Bidonde con la tribuna más grande del mundo como magnánimo telón, y tomas reales de un partido contra Deportivo Morón.

“Yo estuve ese día –escribió a esta Guía el amigo Leandro Zavatto–. Era muy chico, tenía 8 o 9 años. Recuerdo que estaba con mi papá en la tribuna de Boedo y éramos totalmente conscientes de la filmación porque lo habían anunciado por los  parlantes. Había cámaras en el campo de juego enfocando a la tribuna de Boedo y gente de la producción de la película nos avisaba cuando teníamos que alentar. Además se comentaba que  habían caracterizado a un par de hinchas y les habían pagado unos pesos para filmarlos en primer plano”.

La trama del film era más o menos la siguiente: Luppi, Pedro Tovar, tenía éxito en su gestión deportiva en tanto el equipo avanzaba sin obstáculos hacia una final por el campeonato. Todo al enorme costo de convertir su vida familiar en un enchastre. Separado, con una "ex" adicta a las pastillas, lidiaba con un hijo adolescente renegado que se aburría en la cancha. El equipo finalmente salía campeón y –justo el mismo día– el hijo se moría por una sobredosis. Tan sutil como eso. 

Bien: el cariz de la película llamó a la inquietud a ciertos círculos locales. Entre ellos algunos vinculados a la Universidad Nacional de Lomas de Zamora. Más precisamente a la siempre inflamada Facultad de Sociales, donde en aquellos años cursaban y activaban políticamente los  jóvenes Leandro y Carlos Casa Baliña, primos y rivales.

Pese a la impronta radical de su nombre, Leandro militaba en la novedosa Unión Para la Apertura Universitaria, la UPAU, brazo universitario de la UCeDé del chancho Alsogaray. Carlos, mientras tanto, fogoneaba uno de los frentes de izquierda que se sucedieron en la escena política en nuestra casa de altos estudios.

Más allá de la coincidencia obligada en algún cumpleaños familiar, los primos evitaban cruzarse. Hasta que un día, sin buscarlo, confluyeron en el estadio Gallardón y se descubrieron uno a otro acodados en la barra del puesto de choripán. Habían ido a manifestarse –y en lo posible influir– sobre el contenido y los hipotéticos “efectos sociales” de la película que en esos días se estaba filmando en el estadio.

La preocupación de Carlos reposaba en el aspecto estético/ideológico del film. El “corpus”, como lo llamaba. Dispar admirador de directores como el combativo Fernando Birri –fundador del movimiento Nuevo Cine Latinoamericano–, y el esteta Win Wenders –el de Paris-Texas–, lo afligía que se usaran las instalaciones y los recursos humanos del Club Los Andes para la realización de un film al que consideraba “como mínimo una berretada”.

Lo de Leandro era claramente urticaria política: exigía que se suspendiera la filmación de “una película de baja extracción moral” que –sostenía– se iba “a enquistar como una mácula”  en el “acervo” y el “seno” (usaba ese tipo de vocabulario) de la institución.

Cerca estaban los grupos para dar por finalizado su período de guerra fría y miradas torvas para pasar a un intercambio informal de cascotes, cuando arribaron a la escena dos personajes que solo una vez habían coincidido en un mismo lugar. Había ocurrido 22 años antes, en el famoso hallazgo del gliptodonte durante las excavaciones en la sede social.

El curita albino José María Cano –ya un cuarentón- esta vez había sido convocado por Leandro, con el fin de que intercediera ante los responsables del desaguisado fílmico. Sin embargo, entrenado en los fogones misioneros y empapado de cierta doctrina altermundista anticipatoria, el padrecito albino terminó haciendo mejores migas con los lugartenientes de Carlos, chicos decididamente más simpáticos.

Un papel más puntual cumplió el dirigente Julio Waldo Moralejo, aquel que había comandado con su gran muñeca el operativo gliptodonte. Fue él y no el cura quien produjo un milagro aquella tarde de 1986. Con su carisma, logró reunir a los primos para que mantuvieran juntos un dialogo razonable con el director de la película.          

La cumbre se produjo en el círculo central del campo de juego.

“Mirá, Fernando –lo tuteó Carlos, confianzudo–, lo primero y fundamental que te quiero decir, es que a nosotros la película nos parece totalmente válida y apoyamos en general que se haga. Te admito que desde el punto de vista artístico no nos convence del todo, aunque mostrar feamente lo feo, como lo estás haciendo, nos parece un acierto ideológico”, concluyó, mostrando dotes de juntapuchos intelectual.

Leandro, que se mordía los labios mientras oía toda la perorata, vociferó a su turno: “Esta película es una ofensa ¡Vade retro, Ayala!” Y dio media vuelta y se fue.

Conforme, Moralejo palmeó al director en el hombro. “Vos dale para adelante y cualquier cosita me pegás un telefonazo”, se despidió.

Una leyenda nunca comprobada afirma que al día siguiente Leandro Casa Baliña regresó con su grupo  para ocupar de prepo el baldío de atrás de la tribuna, con algunos equipos que había pedido en el laboratorio de medios de la facu “para hacer un trabajo práctico”. Cuentan que su idea era filmar una contrapelícula en desagravio. Pero que solo llegó a terminar un guión rudimentario donde el protagonista  no solo se recuperaba de su adicción sino que además se anotaba en la Facultad y entraba a la UPAU.

¿Y Carlos? Quedó convencido de que había influido en la película, al menos en el aspecto subliminal. Se sabe que se recibió y recaló con una beca en un país de la Europa oriental, donde consiguió trabajo en una ONG que apoya a los cineastas sin manos.

A lo mejor todavía está por allá y probando con el Facebook podamos dar con su paradero preciso.

3 comentarios:

  1. Muy buena la historia!
    Ahora me dieron ganas de ver la película!
    Gracias Master!

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  2. Originalmente el director de la peli queria mostrar una sobredosis de mentoliptus, pero lo asesoraron y cambio el tipo de alucinogeno.

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  3. Nunca hicimos la nota del cabezbol. La tenemos que hacerla. Si Guillermina Di Domini no quiere, yo me ocupo. Hay que planearla bien. Como el viaje a Tucumán, una de las grandes ideas -sino la mejor- de 2010 que no podemos resignarnos a que quede en la nada.

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