miércoles, 31 de marzo de 2010

Número 3





Un regalo al dios del pozo

Sustanciosa y por momentos sustantiva publicación de variedades milrayitas, panamericanas y mundiales, El Monitor Crítico Rojiblanco se mantuvo en la calle a lo largo de 17 años, durante las décadas del 30 y el 40.

Las tiradas, eso sí, fueron irregulares. Tocó fondo -apenas 48 ejemplares- con la portada “¿Hay lomas en Lomas?”, que, francamente, parecía abrir la puerta a un tema interesante, un tabú local aún en estos tiempos. En cambio, logró su pico de ventas –616 ejemplares- con una tapa titulada “Chichín Almozny, el hincha de Los Andes que sobrevivió al Sitio de Leningrado”, verdadero golpe bajo, fea mueca de efectismo periodístico sin fuentes creíbles.

Amén de algunos desaguisados, mucha información útil –y relativamente comprobable- quedó asentada en las páginas supervisadas por los otrora jóvenes e intelectuales lomenses (solo esta tercera condición han conservado) Constantino Emilio Gaito y Filemón Tévez y Tessone.

El Monitor, por ejemplo, testimonia sobre el increíble paso por el club –en el campeonato de 1945- de un jugador mexicano, perteneciente a la etnia maya caxiquel, llamado Turbión Chok Tun.

Extravagante futbolista que en irrestricto honor a sus antepasados -aquellos que se jugaban el alma y el cogote en los sanguinarios juegos de pelota- solo impactaba el balón con los muslos y la cadera.

Pionero del piercing nasal en la historia del deporte y de la sociedad argentina toda, Chok Tun no llegó a completar un partido. El universalismo de los dirigentes que lo contrataron tampoco los llevó a la locura exigir la titularidad indiscutida de un jugador que se negaba a cabecear el balón para no arruinar su vistoso tocado de plumas de quetzal.

Igual, como los códigos de la muchachada aún gozaban de buena salud, cada partido lo hacían entrar unos minutos “para que jueguen todos un ratito”. Además, la semana era larga, y el maya entretenía al plantel en las prácticas con sus malabares. “Un día le conté 706 jueguitos, siempre pegándole con los muslos y la cadera”, explicó al Monitor el D.T. Mercedino Gutiérr… (una quemadura de cigarrillo en la página de la revista nos impide conocer el apellido completo, una pena).

Como se dijo, el maya no jugaba mucho. Pero incidía bastante en el grupo humano. Nos informa El Moni que Chok Tun “aprovecha su ascendencia en el resto de los players para convencerlos sobre la necesidad de realizar ofrendas para ganar los partidos. Empezó con los objetos personales, pero después fue mucho más lejos”.
La revista constató el caso del back derecho Araneo, que arrojó tres pares de medias al aljibe del caserón –hoy demolido- de la esquina de Laprida y Posadas, donde -una vez que la cancha de Los Andes se hubo mudado a su actual emplazamiento- funcionó el Teatro Horizonte.

“El maya insiste en llamar el cenote sagrado al pozo donde este jugador, bajo amenaza de una terrible maldición, arrojó su ofrenda después de haber cometido un penal en tres partidos sucesivos”, revela El Monitor.

Araneo no volvió a cometer penales y el método gano reputación. Tanto que un orondo Chok Tun instó a sus compañeros a redoblar la apuesta y pasar –sin atajos- a contentar al dios del pozo con restos humanos.

Así, en medio de una preocupante sequía goleadora, el gran anotador Juan Deleva arrojó una pieza dental que un defensor rival le había volado de un cabezazo en un centro. Y que él había guardado en vistas a un posible reimplante.

Creer o reventar. Ya sabemos lo que pasó con Deleva: fue ídolo y de tanto inflar redes –entre los campeonatos del 45 y del 46 marcó 59 goles en 70 partidos- fue transferido a Independiente. Un personaje clave en la historia milrayitas, ya que con el dinero del pase
-35.000 pesos- Los Andes terminó de pagar los terrenos del llamado potrero de Buscanín, donde hoy está el glorioso Estadio Eduardo Gallardón.

El diente del goleador y la medias de Araneo fueron durante años la obsesión del paleontólogo germano-entrerriano Kaspar Perelmuter, aquel que certificó el hallazgo del gliptodonte durante las obras de construcción de la sede social. Cuando recogió el dato, ya al borde de los años 70, Perelmuter concurrió al municipio a solicitar un permiso para excavar en la plaza, un sitio público. El jefe de inspección que lo recibió le explicó que lograr una autorización oficial iba a resultarle muy engorroso. Pero, lejos de desalentarlo, le recomendó que “para hacerla más fácil” se manejara “así nomás, ilegalmente”.

Perelmuter terminó sumergido en una interna con la Sociedad de Arqueología No Invasiva, una banda hippie que defendía el incomprensible método de “cavar sin excavar”. Mientras tanto, algunos allegados científicos un poco más serios le complicaron la vida cuando le indicaron que por ética profesional, un paleontólogo podía buscar un diente, pero nunca unos pares de medias.

Podrido, Perlemuter no excavó nada. En 1981, cuando construyó la ciudadela con aires de medioevo que es la actual plaza Libertad, la dictadura rellenó el aljibe y en ese sector colocó una fila de neumáticos que aún hoy –mil veces repintados- sirven de túnel y juego trepador para los niños lomenses.

El diente y las medias, o alguna hilacha putrefacta enamorada de la tierra, siguen ahí abajo, y seguirán para siempre.

Deleva jugó en en el exterior, volvió a Lomas, y vivió hasta el final de sus días en una casita, que se mantiene casi intacta, en Boquerón al 100.

Perelmuter por ahí anda.

¿Y el maya?

Sabe Dios.

La Serpiente Emplumada, en su caso.

Pero es mucho lo que le debemos.

martes, 30 de marzo de 2010

Número 2





Lo que cuenta El Monitor

La plaza Libertad era la plaza a secas –salvo cuando llovía, lógico– hasta que los milicos, con las piedras que sacaron de Laprida, la convirtieron en una especie de ciudadela con sus taludes y el pasto arriba. Hasta 1981 era un potrero con un reloj destruido en el medio y una sola fila de subibajas sobrevivientes en la orilla de Posadas, frente a Santa Teresita, salvaguarda material del barrio gracias a su bendito pararrayos.

Había entonces en la plaza unas cuántas canchas demarcadas por el propio uso; la mejor, sombreada por las moreras, estaba sobre Fray Beltrán, frente a la casa de Claudio Bello, la casa de una señora que te dejaba entrar a tomar agua de la canilla y la casa de Carlitos Berta, víctima de un triste vaticinio de su peluquero: a los ocho años le dijo que se iba a quedar pelado a los catorce. Por fortuna, el peluquero falló en el cálculo: Carlitos –años más tarde apodado “El joven cabra”, por un llamativo pulóver de lana cruda que se había comprado en Bariloche- fue derrotado por la calvicie recién a los 18.

Pero mucho antes de todo esto, como sabemos, en ese lugar estuvo la cancha de Los Andes. El ímpetu adolescente de los hoy casi nonagenarios (y ya ni siquiera lúcidos) profesores Constantino Emilio Gaito (sobrino del gran músico Constantino Gaito) y Filemón Tévez y Tessone, nos permite contar con un impagable testimonio escrito sobre lo que sucedía en aquellos años 30 en la manzana qua delimitan las calles Laprida, Posadas, Beltrán y Gorriti.

Tragalibros de autores tan diversos como Leopoldo Lugones –era inmensa su devoción por los volúmenes “La patria fuerte” y “La grande Argentina”, ambos de 1930-, el poeta Oliverio Girondo o Jorge Gómez Aguila –uno de los padres de la ornicultura rioplatenese, apodado con socarronería El Gorrión-; ávidos de integrarse a los circuitos de transmisión cultural de la época (algo que conseguirían en épocas muy posteriores y solo relativamente), los futuros profesores decidieron empezar por algo sencillo. Fundaron una publicación –desconocida hasta el día de hoy- que se llamó El Monitor Crítico Rojiblanco.

En realidad, en su número cero, apareció como El Monitor Crítico, dedicado basicamente a difundir hirvientes panfletos a favor de La Segunda República Española, proclamada el 14 de abril de 1931. Se dice que luego, durante la Guerra Civil, los profesores llegaron a formar parte de las brigadas internacionales, bajo la solapada identificación de miliciano aprendiz C.E.G y miliciano cafetero F. T. y T.

Pero a semejanza de la histórica Nuevas Ideas -que Eduardo Gallardón editaba en una sola copia a mano que alquilaba a un peso- el número uno de la revista ya combinaba la informaciones de interés general y político con inefables semblanzas de estilo costumbrista sobre la actualidad milrayitas y quienes la perpetraban: los personajes involucrados con nuestro querido club. Entonces le añadieron el Rojiblanco,

Así El Moni (como el pueblo lomense apocopó su nombre) recogió la historia de Zinh Ton Nisson, rebautizado por la muchachada como Zito, un herrero y carpintero más bien apático llegado de Noruega a quien se encargó la fabricación de los primeros arcos que tuvo la cancha. Procedía Zito de una nación con escasa tradición futbolera y su conocimiento de las reglas del balompié era más bien rudimentario. Su deseo de favorecer al la institución hizo el resto.

“El trabajador nórdico -quedó apuntado en uno de loa artículos de El Moni- fabricó deliberadamente un arco más chico que el otro, pensando que nuestro team shotearía simpre hacia el mismo lado. Los directivos advirtieron la macana en un santiamén y con denuedo –en razón de que el operario no se maneja en nuestro idioma- le explicaron que de cualquier modo los rivales descubrirían enseguida el defecto: en la portería más baja era posible atarse los cordones apoyando el pie sobre le travesaño ¡Demasiado alevoso!”.

Zito enmendó el error y una vez que concluyó su tarea (dos arcos igualitos quedaron emplazados uno sobre Laprida y otro sobre Gorriti) los directivos actuaron con él sin ambages: lo premiaron “por su intento de favorecer deportivamente al club a cualquier costa”, asignándole un carné de socio vitalicio, a los 27 años.

La historia oficial -que alguna vez reparará el injusto olvido del herrero noruego- cuenta que la cancha se instaló en la quinta que pertenecía al señor Marcellini, que la alquiló al club por la suma de 150 pesos mensuales, a regir desde el 15 de junio de 1930. La inauguración, demorada solo en parte por el incidente con los arcos desiguales, llegó un año después, el 26 de abril de 1931.

Ese día hubo, por supuesto, un partido de fútbol. Los Andes ganó uno a cero, con un gol de Villén, cerca del final. En toda la jornada participarón unas 2.000 personas. Se disputaron carreras pedestres y se realizó una suelta de 400 palomas, bajo responsabilidad artística y sanitaria del Círculo Colombófilo de Lomas.

Esta última actividad no fue del agrado de los cronistas de El Monitor. “La suelta de aves, no así como la industriosa cunicultura, es un acto abusivo contra la integridad animal, y al mismo tiempo, medio pavote. Será arrasado por el avance progreso y la sesibilidad humana, y devendrá objeto de mofa de las futuras generaciones”, pronosticaron, con estrecha visión.

El show de semifondo, aquel día, fue un match de baloncesto que Los Andes le ganó 28 a 13 al Lomas Alumni. La prensa regional mencionó una formación titular integrada por los hermanos Frers, Caimari, Bastín y Berreta. Pero El Monitor Crítico Rojiblanco, nacido como un medio alternativo y contracultural, resaltó el desempeño en el partido de un jugador llamado Antonio Pizarrón Mendonça, proveniente de las islas de Cabo Verde, ex colonia portuguesa frente a las costas africanas.

Mendonça debutó a prueba y anotó ocho dobles. “Fue clave en el score y se ganó la simpatía de la platea femenina, siempre predispuesta al exotismo moreno. Sería provechoso que la institución lo retuviera”, figuró en la crónica de la irreverente publicación.
Lamentablemente, no hay registros claros de que así haya ocurrido. Una picardía.

viernes, 26 de marzo de 2010

Número 1





Un monstruo de verdad

Era un día brillante como un cucharón nuevo y la noticia empezó a correr como sopa por Lomas. En las excavaciones de la obra en la sede de Los Andes había aparecido un monstruo. Un monstruo de verdad.

Se conoce que es una criatura antediluviana”, opinó el pocero Santo Domingo Izeta, con un hinojo que le colgaba de la comisura de la boca. A su propio relato posterior debemos un testimonio que resultó anticipador. Asustados, los demás integrantes de la cuadrilla, sólida hasta ese momento, lo habían dejado solo.

Enseguida llegó la policía para hacerle compañía y labrar una actuación por “hallazgo dudoso, no por dudarse de que haya acontecido un hallazgo, sino por la duda de qué se tratase el resto de animal u objeto”. De poca fortuna gramatical pero invalorable como documento, el acta se conserva en los archivos privados de los profesores Constantino Emilio Gaito y Filemón Tévez y Tessone, personajes cuya particular impronta ya nos obligará a abundar sobre ellos.

Como decíamos, la noticia circuló con velocidad y no tardó en reunirse un público ansioso por recoger su propia versión de la historia. De pronto emergió una figura preclara (la claridad de su conceptos llegaría recién en su vejez) que se hizo espacio entre la muchedumbre. “Avancé silbando el tango En esta tarde gris, de Mores y Contursi.. Todo el mundo chiflaba tangos en esa época y de esa manera logré pasar inadvertido.Y eso que era un día de sol”, reconstruyó tiempo después, convencido del ingenio y la efectividad de su ardid.

Aquel día pidió hablar con “el responsable del predio” y ante la rápida evidencia de que tal figura no existía, no demoró en constituirse un triunvirato de contingencia integrado por el oficial de policía Aimar Egberto, el dirigente Julio Waldo Moralejo, y el pocero Izeta, cuya única ceja -que recorría su frente como un arco indio- acentuaba un gesto bravo curtido en las luchas sindicales. Siempre precavido ante su presencia intimidante, Moralejo lo llamaba “campeón” y cada tanto le regalaba unas mentoliptus. En cuanto al policía Aimar Egberto, sus propios compañeros nunca supieron cuál era el nombre y cual el apellido; los legajos de la fuerza no aclaraban nada: aparecía anotado de las dos maneras.

El policía primereó a Moralejo, que se colocó apenas atrás para recobrar su puesto ante la primera claudicación del oficial. Se cuadró frente al individuo que reclamaba atención y luego de cerebrar unos segundos cómo iba a presentarse, ya resuelto, lanzó a bocajarro:

- ¿Señor?

El mío rispeto, cavalieri -lo encimó el hombre-. Mi nombre es Perelmuter, Kaspar Perelmuter, paleontólogo de oríquene germano y simpatía milrayite. Sono qui para interiororizarme sovero il discoverimento”.

Bien decía Perelmuter que era de “origen” alemán, ya que había nacido en Basabilvaso, nudo ferroviario entrerriano. Allí se había establecido su padre Kaspar H. Perelmuter, quien para evitar todo equívoco con su nombre se hacía llamar directamente Gaspar Pérez. Un gesto con el que buscaba, de modo un poco alevoso, afirmar su criollez en honor a la tierra que, decía, lo había acogido “como un gaucho más”.

El pintoresco cocoliche que su primogénito y único hijo usaba para comunicarse se justificaba en la nacionalidad de su madre, una italiana de padre ruso bautizada, confirmada, y se supone que sepultada, como Battista Fiodorovna. Una mujer recta y conservadora que a diferencia de su marido vivía renegando de su emigracióm al nuevo continente. Exageradamente vanidosa de su doble origen, le hablaba al pequeño Kaspar en italiano y cuando el chico se portaba mal amenzaba con arrojarlo “a la nieve y a los lobos”.

Pero fueron muy pocas veces. Kaspar resultó un muchachito juicioso que terminó el secundario a los 15 y se recibió de paleontólogo a los 23. En esa época la familia ya estaba afincada en Lomas y Kaspar se había vinculado con Los Andes a través de un primo, Rinzuk, integrante del equipo campeón de 1957, el de Angelito Del Moro y Julito Zavatto.

El día del hallazgo, con un par de datos que resultaron confusos para el oficial Aimar Egberto, definitivamente descarados para el pocero Izeta y más que suficientes para el pragmático Moralejo, Perelmuter consiguió acercarse al pozo que alojaba al monstruo. Luego de asestar unos golpecitos con la yema del índice sobre lo que parecía un caparazón, extrajo un bolígrafo y anotó en un cuaderno: “Aparente resto óseo de ejemplar de gliptodonte de variedad a determinar, por mí, o por terceros”. Acto seguido elevó la mirada hacia el trio –Perelmuter tenía el tic de escribir agachado- y pasó en limpio:

Questa es un criatura que vivió hace aproximadamente 780.000 anni.-el castellano de Perelmuter iba progresando a medida que avanzaba en una conversación-. Vivió acá o estaba pasando por acá, ya que fuese cual fuera el motivo de su muerte lo cierto es que pereció en el solar donde hoy se construye el edificio social de nuestra querida institución”.

A la usanza del Movimiento de Palentólogos Cristianos, al que adscribía, estableció que el hallazgo debía contar con una inmediata bendición religiosa. ¿Quién iba contradecirlo? Moralejo fue hasta lo de un vecino y discó el número del padre José María Cano, un curita albino recién recibido del seminario. En unos minutos -vivía atrás de Obras Sanitarias- el curita se hizo presente y procedió con su mejor concentración de novato.

Al mismo tiempo, en un jeep carrozado llegaron unos expertos de la Universidad de la Plata, que confirmaron la presunciones de Perelmuter y solo agregaron que el animal pertenecía a la variedad panochthus intermedius. Mientras tanto, Moralejo había reunido a un grupo de socios y allegados a la institución para discutir el destino que se le daría al resto hallado. Formaba parte del cónclave Nolberto Mintas, dueño de una agencia de autos, a quien se le ocurrió que el bicho bien podia ser erigido en el extremo de un mástil, como ornamento, en la fachada del futuro edificio. “Yo tengo así la carrocería de un Auto Unión en el techo de mi negocio. Le pegamos una barnizada y aguanta fenomenal”, propuso.

Por fortuna primó la cordura y los restos fueron transportados hacia la capital bonaerense para que fueran objeto de tratamiento y estudio científico. Perelmuter se quedó mal porque sus colegas no le pidieron su opinión. “Creo que se hizo lo correcto –ponderó de todos modos- pero la idea de Mintas tampoco era para despreciar. Más adelante quizá podemos poner la figura de un atleta, un pelotaris, un cóndor, o algo”, se conformó.

Lo que fue un vivaz gliptodonte viajó ese día a La Plata en un flete disimulado como un camión atmosférico. La inseguridad y la piratería de restos fósiles ya constituían una amenaza en aquellos años. El bicho se conserva hasta la actualidad en el Museo de Ciencias Naturales de la ciudad de las diagonales, salvo la cola, guardada en el Museo Americanista de Lomas.

¿Y Perelmuter? Como era debido, el club lo galardonó con un medalla “al aporte destacado” una premiación que –según descubrió años después el historiador Pablo Marcos Videla— no estaba contemplada en el estatuto. La intención fue buena; no así la presuntuosa y poco visionaria decisión de Perelemuter de donar su propia medalla “para engrandecer el patrimonio de la institución”.

Fue, lo vemos a la distancia, un doble acto irresponsable: el de Perelmuter, por donarla; y el de las autoridades del club, por aceptarla. Dicen que la medalla terminó en un volquete que sacaron a la calle durante una limpieza en la sede, a mediados de los años 90.

Nuestro héroe de origen alemán no corrió suerte mejor que su presea. En crisis con su profesión y desilusionado por las ciertas cavilaciones doctrinarias del Movimiento de Paleontólogos Cristianos, rompió filas y se conchabó en la pileta Kipao, como jefe de mantenimiento de bomba y filtro. En el popular balneario lomense conoció a uno de sus grande amigos del otoño de la vida: un sujeto algo mal trazado pero siempre fiel (básicamente al jarabe de alcaucill) llamado Rodolfo Sande.

Con él se lo ve algún que otro mediodía tomando una cervecita con condimentos bajo el toldo del El Rincón Oriental, el bar que frecuentan en el Old Laprida, barrio alternativo al cada vez más estándar enclave de Las Lomitas.