lunes, 2 de agosto de 2010

Número 9




¿Me querés explicar?

Por este medio se enterará Antón que el día que fue con la mujer al Jumbo a comprar un vaquero y a ver alcanzame el negro, Mabel, o mejor el azul, “te van bien los dos, bah, bien... te van igual, si no bajás la panza, Osvaldo...”, ese día, un sábado a la mañana, cuando se miró al espejo del probador y no sin pudor pero sí bastante de contorsionismo dirigió la mirada a la frontera entre la pierna y la nalga y con el rostro demudado dijo: “Mabel ¿vos que ves ahí?”, ese día acababa de descubrir la marca de la leyenda impresa en un sitio recóndito de su anatomía.

Nildo Osvaldo Antón, aquel que había “malgastado la juventud” -en esas precisas palabras se lo reprochaba la esposa- fatigando una carrera como futbolista en cuadros como Estudiantes de Buenos Aires o Argentino de Quilmes, para ir escurriéndose en un paso por la C y un remate de lo más acorde el club Ever Ready de Dolores, dueño de una sigla -CAER- cuya fuerte denotación no lo inhibió de afirmarse como el equipo más exitoso en la historia de la primera ciudad patria.

Una coincidencia interesante (apenas para nosotros, es cierto) quiso que aquel año, 1981, compartiera el plantel con una gloria milrayitas llegada a Dolores para rubricar en el Ever Ready su trayectoria como futbolista: Abel Da Graca.

“Ever Ready, Ever Ready, por ahí pasaron, sí... -revisa el pegajoso historiador milrayitas Marcos Pablo Videla-, pero ojo que la estadística es muy difusa sobre la cantidad de veces en que estuvieron juntos en la cancha. Y encima Antón no colabora, porque modifica el dato según el interlocutor. 'Jugué tres o cuatro partidos con un tal Da Graca, uno que era de Los Andes', suelta, así, desdeñoso, cuando el que le pregunta es una persona cualquiera. 'Con el señor jugador y mejor persona Don Abel Lito Da Graca conformamos una sociedad futbolística impar al menos en 12 oportunidades', se ufana, si el conocido es alguien de Lomas de Zamora.

¡Lomas de Zamora! Tu grato nombre. Nuestro pueblo. Inolvidable Lomas de Zamora que en los jóvenes setenta -los años del mejor Antón futbolista- invitaba a recorrerla a bordo de unos buenos mocasines bigotudos de Pepo's, siempre generosa y maternal. De la fina galería Oliver, cruzando por la mitad de cuadra a la galería Laprida, abovedada de ladrillos, con sus desniveles siempre intrigantes, para obedecer a la huella de pisadas blancas que conducía hasta la zapatería distante unos locales de Don Disco; bajar luego la escalera para ofrendar alguna moneda a la fuente -hoy bajo horrible tumba de porcelanato-; trepar por fin en un juego audaz hasta el bar Camaro, foco de atracciones para aprendices de hombrecitos dignos.

Empero, el imán para ciertos aspirantes a lacra era un sitio ruin ubicado en la explanada inferior de la galería. Dorival tatuagem adentre-se, invitaba un mínimo cartel pegado en la vidriera, clausurada por una persiana americana. Pese al nombre, en presunta alusión al autor bahiano Dorival Caymmi, el personaje a cargo del local se llamaba Héctor Prestes, y era más lomense que el almacén de los Yácomo, aquel despacho que produjo y comercializó la mejor factura de cerdo del mundo. Comerciante al fin, Prestes era consciente del que ese touch brasilero le confería a su emprendimiento un valor exótico. La apertura en la misma galería de un local de vaqueros llamado Tijuca confirmó que había marcado tendencia.

Pero de la vanguardia comercial al arte siempre hay un paso. Y Prestes, el tatuador, presumía de artista. Lo malo, si ya no era malo lo dicho, es que exageraba con el concepto. “En mi labor, adhiero al ala jobino-gilbertiana del arte por el arte mismo”, alardeaba, y dale con el brasilerazo.

Claro que ni el mundo y menos Lomas de Zamora estaban ya para semejantes mariconadas. La política forzó una reconversión a las demandas del mercado y el símbolo de una letra “pe” mayúscula flotando dentro de unas alas de paloma como brazos amigos, pasó a formar parte obligada de los catálogos del 'artista'.

“Que querés que le haga: me tengo que adaptar. En las carpetas antes tenía el payaso del disco de Almendra y la lata de sopa de Warhol, pero ahora tuve que aprender a dibujar la caripela con bigote anchoa del señor Cámpora, e interiorizarme sobre las líneas del constructivismo soviético. Ya estoy podrido de tatuar obreros metalúrgicos parados sobre columnas”, protestó en una entrevista con Las Manos de Fermín, una publicación local de vanguardia erótica que en la tapa de su número debut mostró la foto de la Venus de Milo que adornaba la fuente del fondo de la confitería Gallardón.

No hace falta revisar ninguna tonta revista de coyuntura para recordar de qué manera el sueño tornó pesadilla y en el nuevo contexto nacional un tatuaje inconveniente podía pasar a costar la vida. El fútbol fue refugio en tiempos negros. Para muchos, y también para Prestes, un hábil absoluto con la manos que se recicló como masajista y pinchacolas de farmacia.

“Trabajando, conoció a un jugador de Los Andes que se había ido a dar la antitetánica -cuenta, bajando la voz, un ex compañero de trabajo-. Decían que venían a la farmacia a meterse la pichicata, pero era mentira. Este muchacho que te digo se había cortado con una lata que usaban para tomar agua en los entrenamientos y se vino a vacunar. Después lo puso a Prestes en contacto con el club, donde el 'tatuagem' ese terminó cubriendo una doble vacante como masajista y asistente general del plantel profesional”.

Esa es la versión blanca de la historia. Otra versión, la defendida desde su resentimiento por los malvados profesores Constantino Emilio Gaito y Filemón Tévez y Tessone, narra que Prestes ejecutó, por un oscuro medio, el asalto final a la estructura formal de la institución. El terreno ya lo había sembrado un tiempo desde el frente externo al firmar un convenio con el club, por el cual hacía tatuajes con un 30 por ciento de descuento a socios y un 75 por ciento a los dirigentes. Pero los nonagenarios y ya ni lúcidos profesores detallan que Prestes consiguió su doble puesto a cambio de mantener en absoluto secreto las características de un tatuaje que le había aplicado a un directivo del club en la zona cercana la ingle: “pese al hermetismo, lo que trascendió sobre este asunto tabú es que el dibujo incluía un corazón que contenía un nombre: Mario. Nada más.”

Frustrado, perverso, capaz de todo y ahora estratégicamente instalado en el seno del club, el tatuador resolvió vehiculizar su resentimiento generando un nueva forma de intervención. Llevaba su maletín de tatuajes al banco de suplentes y aprovechaba los amontonamientos por las protestas o las lesiones para asestarles pequeños pinchazos de tinta a los jugadores visitantes. Con cualquier excusa, el propio Prestes gritaba cosas o directamente se metía en la cancha para generar nuevos tumultos e imprimirle continuidad a su tarea.

“Era tal su locura -fantasean los profesores Gaito y Tévez y Tessone-, que llevaba una libreta de apuntes donde registraba qué cosa había llegado a tatuarle a cada jugador en los breves instantes de contacto. La idea era completar los tatuajes cuando esos jugadores volvieran en otro partido, con el mismo equipo u otro. Por eso era un obsesivo de los mercados de pases y de los fixtures, para tener todo controlado. Hasta se robaba las planillas con la formaciones que pegaban en la antesala del vestuario para los periodistas. No podía fallar”

...

¿Habrá cámaras? ¿Y alarmas?, se inquietó Mabel, el día que estaba en el Jumbo de Llavallol, un sábado al mañana, comprando un vaquero con Osvaldo, Nildo Osvaldo Antón, ex futbolista medio pelo, con algo más de eficacia como pyme en el rubro de correas para cortinas, su ocupación actual. Ahogado en el probador Osvaldo gritaba no sabía ella qué cosa y le rogaba que se metiera con él.

“Mabel ¿vos qué ves ahí?, la consultó, con el rostro demudado, mirándose la pierna.

La cara inicial de la mujer fue la misma que pone quien escucha los gritos del pobre loco polaco de la estación de Lomas por primera vez.

”Ju... Ju-í...” -¡quedate quieto Osvaldo!-, bramó Mabel entre dientes. Usando las dos manos intentaba unir la nalga y el tramo inicial de la pierna de su marido para leer bien una inscripción deconstruida en las complicaciones de la superficie de piel humana.

“Jui...Juira... Juira bu...” (“¡Osvaldo, por favor!” -volvió a retarlo, “¡Osvaldo!” -otra vez-)

“Juira bu...rro”, completó.

“Juira burro”.

-Osvaldo -lo ametralló con la mirada -¿Me querés explicar?

lunes, 7 de junio de 2010

Número 8


Se trató de una calumnia
(Rentacar II)


Apretado resumen de la historia Nro 7 –Un verdadero milagro–, que continuará luego de este resumen en la historia Nro 8, es decir, en esta:

Roberto Renta Cartolano, Rentacar fue –es, ¡vive aún!– un radioaficionado que quedó en la historia como el primer relator partidario y ala vez global del Club Atlético Los Andes. Impedido de trasladarse con sus equipos hasta la cancha, permanecía en su base y disponía como enviado de un vecino apodado Pandeleche, que iba y venía en bicicleta hasta el estadio en procura de información. A través del hobby-ciencia Rentacar hacía llegar al mundo las alternativas de los partidos de nuestro equipo de fútbol, sazonando sus relatos –aquí el hecho distintivo– con referencias a las mejores leyendas y personajes de las las mitologías del mundo.

“El Atalanta que todos admiramos: eso ha vuelto a ser hoy frente a Argentino de Quilmes nuestro inefable Eshu”, se inspiraba, por ejemplo, al ponderar las acciones en el campo de juego del querido Hugo Aimetta. Atalanta, sepámoslo, es una deidad griega con fama de correr más rápido que cualquier otro mortal; Eshu, una deidad africana famosa por sus bromas y “presente en los lugares donde se reúnen muchas personas”, según bien define (en ambos casos) el Diccionario de Mitología de Hernán Di Nucci.

Centro agónico que volaba hacia nuestra área y Rentacar que soñaba en nuestro arquero un resuelto Demcog, dios patrono tibetano de doce brazos. Llegaba el envío con veneno por debajo, los delanteros rivales eran los primeros en interceptarlo, y Rentacar cargaba entonces contra nuestros ineficaces epimeteos, titanes cuyo nombre refiere a seres inocentes caracterizados por su “percepción restrospectiva e ideas tardías”.

Una locura enfermiza por la mitología que lo llevaba al colmo de tropezar con las palabras y sostener, por ejemplo, que un referí había sido elegido “a Dédalo”, pensando –más que en un arbitrario índice entre bambalinas– en el constructor y poseedor del secreto para escapar del Laberinto de Creta.

Así hasta el cansacio. Los directivos de anuncio fácil y bajo cumplimiento pasaban a ser nuestros prometeos y los rutinarios baches futbolísticos del equipo profundos Guinugagap, noción de la mitológica nórdica que describe “el abismo que bosteza, el vacío que contuvo al energía latente de la creación”.

Pero claro, y como dice una mezcla de refrenes, lo bueno no dura 100 años. Amigos del enigma, en la historia que se continúa en esta, puntualizábamos:

“La noticias sobre Rentacar se vuelven más espaciadas al inicio mismo de la década del 80. Pero en los corrillos de los LU´s aún circula que Cartolano apartó su atención del derrotero del equipo milrayitas para para sumarse a una insólita acción política”.

Digamos de una vez por todas que la versión indica lo siguiente: que en el año 1980, Rentacar participó y probablemente ideó y hasta encabezó -los rumores no son unánimes en este punto- una valiente oposición civil a la negativa de la dictadura militar de participar en los Juegos Olímpicos de Moscú. Sí, un boicot al boicot.

Documentación microfilmada en precario poder de los profesores Constantino Emilio Gaito y Filemón Tévez y Tessone –la tienen guardada en el lavadero, en la caja de una plancha- apunta que bajo marcial interpretación del punto II (“el radioaficionado es leal”) y el punto V (“el radiofacionado es disciplinado”) del Código escrito en1928 por Paul M. Segal, los colegas de Rentacar recepcionaron durante tres semanas comunicados que en absoluto le interesaban. Mientras esperaban noticias sobre las diabluras del Nene Díaz –ya apodado el Maradona de la B-, las ondas transportaban datos sobre el gimnasta Alexandre Ditiatin, el primero en conseguir ocho medallas en un Juego; los surtían de datos sobre el fondista etíope Miruts Yifter, ganador de los 5.000 y 10.000 metros, o de la propia Nadia Comaneci, que ya no era la gloria de Montreal pero igual se llevó dos oros en los controvertidos Juegos de la más tarde ex Unión Soviética.

¿Pudo haber sido Rentacar capaz de algo así? “No me parece. Al menos no hay pruebas serias de que haya participado, ni mucho menos liderado, un contraboicot –se mete a refutar ¡una vez más! el cabezadura historiador y estadígrafo milrayitas Pablo Marcos Videla-. Mi especulación es que se trató de una calumnia de alguien que no lo quería, para estigmatizarlo como comunista. Otra cosa no puedo pensar”.

Al parecer –y aunque Pablo Marcos Videla se haga el distraído al respecto– hay otro elemento que sustenta la leyenda. Se trata de una foto –realmente existente– que Rentacar se sacó en su cuartucho de su casa de la calle Laprida, para adornar las tarjetas QSR que enviaba al mundo como certificación de las comunicaciones exitosas. En la foto, detrás del retratado, junto a un cuadrito con el certificado de un tercer puesto en un Concurso de Faros, se distingue con claridad un pergamimo emitido en 1976 por el Gosconcert, el órgano de difusión artística moscovita. En el diploma, de esbelta caligrafía, el organismo agradece a Rentacar la retransmisión por radio de un ciclo de grabaciones de Fedor Chaliapin, máximo cantante de ópera ruso de la primera mitad del siglo XX, declarado Artista del Pueblo por el régimen soviético.

“¡Artista del Pueblo! –se exalta Pablo Marcos Videla sobre la figura de Chaliapin–. ¡Macanudo! ¡Pero bien que de la revolución se aburrió en menos de cuatro años! ¡Se rajó en el 21 y ahora esta bien enterradito en París!”.

Videla dice además tener “perfectamente corroborado” que Rentacar era miembro adherente del Club Gogol, un grupo disidente de propaganda que traficaba con la memoria del autor de El Capote para justificar su antojadizo lema: “Existía una Rusia mucho mejor antes de los comunistas.”

Y bien, y dicho esto en voz baja, para no darle la oportunidad al aludido de desplegar su plumaje: quizás esta vez el estadígrafo aguafiestas tenga razón.
Queda la chance de chequearlo con el propio Rentacar. Sabemos que vive aún. El detalle es que no conocemos dónde.

Por eso si alguno lo ubica, nos escribe por favor.

miércoles, 5 de mayo de 2010

Número 7


Un verdadero milagro

El primer relator partidario del Club Atlético Los Andes no fue Malter Benson, Casa Svenson, o cómo se llame.

No señor. Se llamó, se llama –vive aún– Roberto Renta Cartolano. A sus padres débele un nombre con semejante trabazón fonética; débese a sí mismo haber obedecido a los dictados de la época al dotarse de un eficaz pseudónimo para su carrera como comunicador: Rentacar.

Fue el primer relator partidario del Club Atlético Los Andes y si no lo creen pueden acudir a los archivos de los nonagenarios y ya ni lúcidos profesores Constantino Emilio Gaito y Filemón Tévez y Tessone, por todos conocidos en Lomas de Zamora. Cobran la consulta.

Rentacar, quien importa en esta ocasión, era radioaficionado. Lo es: el radioficionado nunca muere adentro de uno, y de uno como Rentacar, menos.

Rentacar fue el primer relator global del Club Atlético Los Andes. Cuando no había nada, nada, nada, sus colegas escuchaban los partidos del milrayitas allá en la Europa como en el Asia, gracias a Roberto Renta Cartolano, Rentacar.

Fue el primero y se sostendrá que fue el mejor, y a la vez el más polémico. Recién hoy, celebrado como un propalador de culto, va siendo recalificada como una audacia aquello que en su momento fue valorado como una dificultad comunicativa: la organización del contenido de las transmisiones en torno a las citas y las asociaciones con las mitologías del mundo, de las cuales era un vasto conocedor.

Ya nos extenderemos sobre eso.

Rentacar era un hombre muy alto -su madre jamás supo lo que era coserle un dobladillo-, flaco y huesudo, cuya nuez prominente –tradicional sinónimo de masculinidad– representaba para él un complejo que disumulaba con el uso de poleras, aún en pleno verano. Vivía en un casa ya desaparecida justo en frente de la también desaparacida mueblería Los Gallegos, Laprida al 1100, territorio fértil de historias semifantásticas. Los pies lo llevaban solos hasta esa escasamente dilucidada zona de transición entre el barrio y el centro que se extiende desde Penna/Olazábal hasta San Martín/Bolívar. En el camino frecuentaba mostradores como el de la zapatería Leonardo –sobreviviente de aquella época- Las Tres Pulgas, Cycles Villa y –era adicto al olor a telas- la Sedería Adolfo. Sus historias eran escuchadas con respeto en cada uno de estos comercios, aún en los horarios pico de asistencia de clientela.

“Recibirlo normalmente era un placer y despedirlo siempre un alivio”, resume Guillín Serramía, empleado durante un tiempo de la legendaria bicicletería–pasillo. Rentacar tenía su punto de arribo en la famosa academia de dactilografía de Laprida, donde muchos jóvenes acunaban sus módicos sueños de oficina céntrica y ascenso social. En ese local, se ganaba la vida con el dictado de clases de estenografía, disciplina igualmente pasada de moda hoy como en aquel momento.

Roberto Renta Cartolano. Sólo alguien como él se animó a entroncar una fuerte doble vocación con un tercera: su amor por el CALA. Arrancó con las transmisiones de los partidos en el 73 y continuó sin interrupciones hasta inicios de la década del 80, cuando las noticias sobre su labor empezaron a espaciarse.

Existe una teoría al respecto. Ya nos ocuparemos.

Pero ¿Como hacía Rentacar para llevar adelante las transmisiones? La dificultad de trasladar sus equipos hasta el estadio era su principal obstáculo físico. De modo que permanecía en su casa y mandaba como enviado a un vecino, Julio Pandeleche Sganga, alias Julito (Se entendió: era tan espantoso el mote que lo apodaban con el diminutivo de su nombre). El jovencito volaba con la bici las seis cuadras que separaban la base del acceso a la cancha por Estrada, embocaba la trompa en la luz que quedaba entre los dos paños del portón, y pegaba un chiflido para que alguien más o menos confiable se acercara a comentarle las alternativas del partido.

No estaba acreditado oficialmente por dos motivos. El principal: era más largo ir hasta la entrada de la avenida Santa Fe. Segundo motivo: el encargado de prensa de entonces, un fabricante de tanques de agua apodado Chuc Cónor –por su parecido con el Hombre del Rifle- no lograba entender el sistema. “Acá no se entra para salir 20 veces, nene. Esto es Los Andes”, lo fletaba a Pandeleche.

No eran 20, sino 7 u 8 los viajes que Pandeleche conseguía hacer durante los 90 minutos de partido. Por supuesto que el plomazo de Rentacar no estaba conforme con el promedio. “A este scansafatiga lo tengo que cambiar por otro que tenga motocicleta”, solía renzogar a sus espaldas, pero con el volumen suficiente para que lo escuchara.

Con sus peros, las transmisiones de Rentacar eran un verdadero milagro en una época en que los hinchas de Los Andes en el exterior –unos 24, tres de ellos radioficionados- no tenían otra forma de enterarse en tiempo real sobre la suerte del equipo.

Este caso testigo de la emisión/recepción de un gol corriente de Los Andes resulta útil para dimensionar las peculiaridades de esta epopeya comunicacional (traducciones entre paréntesis):

“QSL, QSL… Lima-Uniform-One-Romeo-Echo-November (la licencia de Rentacar en el códido internacional: LU1REN) ¡Golf-Oscar-Lima- Delta- Echo- Lima-Oscar-Sierra-Alfa-November-Delta-Echo-Sierra (¡Gol de Los Andes!) !Echo-Sierra-Papa-Oscar-Sierra-India-Tango-Oscar! (¡Espósito!) ¡Victor-Alfa-Mike-Oscar-Sierra- Charlie-Alfa-Romeo-Alfa-Juliet-Oscar! (¡Vamos carajo!). QRT.

Y así cada vez. Un lío, salvo para los adiestrados oídos del mundo de la radioafición, adonde finalmente el esfuerzo iba dirigido.

Pero si las radiotransmisiones eran el soporte, las citas mitológicas –tal como adelantamos- eran el tópico comunicativo. El eje sobre el cual se vetebraba la información deportiva. Aún hoy reluce el enigma: ¿A Rentacar le interesaba comunicar, por ejemplo, los aciertos en la red de Pedro Vicente Patti, o el fútbol era para él la mera excusa para un peligroso plan de divulgación cultural?

Un poco de todo, pensamos. “Te informa y te educa. Es un bocho, Roberto”, no deja lugar para las dudas su vecino Coco Cruyín, un glorioso mandaparte (al llamarlo “Roberto” y no “Cartolano” o “Rentacar” trasuntaba un grado de confianza del que probablemente no disponía) que agarraba las transmisiones con su sofisticada radio Siete Mares. Vivía cerca de la cancha, pero no iba, porque decía que estaba “peleado con gente”. Se había comprado la radio cansado de la mala recepeción a sus preguntas por parte de los que iban o volvían de la cancha y pasaban por la puerta de su casa. “¿Con quien juega Los Andes? consultaba de ida ¿Como salió Los Andes? -a la vuelta-. Preguntaba varias veces, por escorchar, y con suerte le soltaban algún resultado, no siempre el mismo. “No sé, viejo, andá a la cancha”, le rugían en la mayoría de los casos, y en la totalidad cuando el equipo perdía.

Al margen de sus adláteres y detractores, resultaban excelentes las piezas de Rentacar y las referencias mitológicas, su gran especialidad. “Esta gresca tiene características comparables a la que tuvo lugar en el casamiento de Pirítoo con Hipodamia”, comparó en medio del famoso caos en el partido con Banfield en el 73, todo frente a un mareado Pandeleche, que, buscando datos color se había ligado un cascotazo en la ceja. “Los simpatizantes de ambos equipos –ampliaba, mientras Pandeleche empezaba a sangrar de un oido- se comportan como verdaderos bersekers, aquellas criaturas que las leyenda nórdicas describen como seres feroces que saltan al combate con pieles de oso y en un completo estado de excitación”.

Por supuesto, bersekers era “ Beta-Echo-Romeo… y todo lo que sigue. Insufrible.

Si el equipo iba dos goles abajo, el relator veía en el empate “una quimera” e inmediatamente describía al “animal con cabeza de león, cuerpo de cabra y cola de serpiente, derrotado por Beloforonte”. Si el DT de turno no encontraba el equipo y el déficit se traducía en malos resultados, se refería al entrenador como “el Minotauro encerrado en su propio laberinto”.

“Me hago una pithón (en griego, una pregunta que quizá no tenga respuesta)…”, arreciaba cada vez que iba proferir una crítica. “Tápense los oídos como Circe aconsejó a Ulises para que no sucumbiera al hechizo de las Sirenas”, reclamaba a los jugadores en los momentos de reprobación popular más intensa.

Y así. “Estos son los centauros del visitante”, definía, en desmedro de los defensores rivales. Los centauros son criaturas “mitad hombre, mitad caballo”, se sabe. Con los propios era algo más piadoso. Pero un poco, nada más. A uno que tenía de punto era a Eduardo Britos, un defensor que vistió honradamente la casaca albirroja durante 47 partidos, en 1977 y 1978. Lo llamaba Kariki, nombre de un deidad maorí más asociada a la torpeza que a la actitud decidida y la pierna severa pero siempre leal que caracterizaban a este querido jugador.

Las noticias sobre Rentacar se vuelven más espaciadas al inicio mismo de la década del 80. Aún circula en los corrillos de los LU´s que Cartolano apartó su atención del derrotero del equipo milrayitas para para sumarse a una insólita acción política.

Un punto mercedor de un desarrollo más amplio en una segunda parte, que en breve será presentada. QRT.

lunes, 26 de abril de 2010

Número 6



Mirá, Fernando...

Igual de redondo y abollado en los polos, como una pelota de cuero de tanto sentársele arriba, el mundo era otro en 1986, y el portón de Estrada un cómodo acceso para el pueblo milrayitas que habitaba sobre ese sector del barrio y prefería disfrutar del sol amable de la tribuna visitante, sin mucho conflicto con los hinchas adversarios. 

Girando a la derecha, se desembocaba en el largo baldío hoy tachado por los playones del polideportivo; cancha auxiliar de forzadas dimensiones, luego páramo de emplazamiento de la última cancha de cabezbol, curioso deporte que el Club Atlético Los Andes se ufanó de haber procreado asi como se ocupó de hacer desaparecer.

A la izquierda se accedía al gran mostrador al aire libre que obraba de puesto de choripán para los hinchas visitantes y sus invitados locales “no socios”. De franca extensión, bien sombreada por los árboles, esa barra fue una tarde el epicentro de un incómodo encuentro cuyo correlato violento no superó el grado de tentativa -como mucho el límite del empujón de estudio- y que llamativamente no tuvo como protagonistas a esa clase seres con el cerebro colapsado por las fijaciones futboleras.

Nada de eso. Se trató de dos grupos animados por un explosivo berretín combinado: el cine y la política. Al mando de cada facción se hallaban dos jóvenes distanciados por sus respectivas visiones del mundo, pero unidos por la prosapia de su apellido compuesto: los primos Leandro y Carlos Casa Baliña.  

Ubiquémonos en el tiempo y sus usos. Año 1986: el corderito y la bambula ya claudican en la cresta de la moda y los blujean nevados disputan con los Oggi pinzados la hegemonía de las vidrieras de la galería Laprida. Le Paradis vive aún horas estimulante en la pista, fresco aún el estampado de su logo en nuestra bella casaca. Bajo la bola de mil espejos en la avenida Meeks cunde el cuantró – destilación de moda– y mientras bebe, el rebaño local alimenta de pormenores la leyenda urbana del momento: un Hombre Gato que camina sigiloso por los techos de Lomas de Zamora. Todo en el marco general de una primavera democrática que comienza a amarillear sin verano por medio, en un otoño que vendrá muy lluvioso.  

En el estadio Eduardo Gallardón, mientras tanto, se suscita un hecho artístico. El conocido cineasta Fernando Ayala elige nuestra casa para llevar adelante la filmación de su nueva película,  Sobredosis, una cruda fábula acerca del triste cóctel entre las crisis familiares y el consumo de estupefacientes prohibidos.

En aquellos años Federico Luppi –el protagonista del film– se había constituido en un verdadero frontman de la filmografía nacional y en un incontrastable símbolo sexual. “Tiene fotos de Luppi en camiseta”, nos contaba el verso medular de un fuerte hit de la época, Disco Gay, de la desmembrada banda Autobús, el Soda Stéreo que no fue.

En la película, Luppi era el presidente de un club que se nombraba solo en los agradecimientos, aunque en algunas escenas aparecía nuestro escudo y los jugadores de verdad participaron como extras en los entrenamientos. Hasta accedieron a escuchar una sentida arenga por parte del máximo directivo en la ficción, o sea, Luppi.

Se incluían imágenes de una votación, una larga escena a cargo de Héctor Bidonde con la tribuna más grande del mundo como magnánimo telón, y tomas reales de un partido contra Deportivo Morón.

“Yo estuve ese día –escribió a esta Guía el amigo Leandro Zavatto–. Era muy chico, tenía 8 o 9 años. Recuerdo que estaba con mi papá en la tribuna de Boedo y éramos totalmente conscientes de la filmación porque lo habían anunciado por los  parlantes. Había cámaras en el campo de juego enfocando a la tribuna de Boedo y gente de la producción de la película nos avisaba cuando teníamos que alentar. Además se comentaba que  habían caracterizado a un par de hinchas y les habían pagado unos pesos para filmarlos en primer plano”.

La trama del film era más o menos la siguiente: Luppi, Pedro Tovar, tenía éxito en su gestión deportiva en tanto el equipo avanzaba sin obstáculos hacia una final por el campeonato. Todo al enorme costo de convertir su vida familiar en un enchastre. Separado, con una "ex" adicta a las pastillas, lidiaba con un hijo adolescente renegado que se aburría en la cancha. El equipo finalmente salía campeón y –justo el mismo día– el hijo se moría por una sobredosis. Tan sutil como eso. 

Bien: el cariz de la película llamó a la inquietud a ciertos círculos locales. Entre ellos algunos vinculados a la Universidad Nacional de Lomas de Zamora. Más precisamente a la siempre inflamada Facultad de Sociales, donde en aquellos años cursaban y activaban políticamente los  jóvenes Leandro y Carlos Casa Baliña, primos y rivales.

Pese a la impronta radical de su nombre, Leandro militaba en la novedosa Unión Para la Apertura Universitaria, la UPAU, brazo universitario de la UCeDé del chancho Alsogaray. Carlos, mientras tanto, fogoneaba uno de los frentes de izquierda que se sucedieron en la escena política en nuestra casa de altos estudios.

Más allá de la coincidencia obligada en algún cumpleaños familiar, los primos evitaban cruzarse. Hasta que un día, sin buscarlo, confluyeron en el estadio Gallardón y se descubrieron uno a otro acodados en la barra del puesto de choripán. Habían ido a manifestarse –y en lo posible influir– sobre el contenido y los hipotéticos “efectos sociales” de la película que en esos días se estaba filmando en el estadio.

La preocupación de Carlos reposaba en el aspecto estético/ideológico del film. El “corpus”, como lo llamaba. Dispar admirador de directores como el combativo Fernando Birri –fundador del movimiento Nuevo Cine Latinoamericano–, y el esteta Win Wenders –el de Paris-Texas–, lo afligía que se usaran las instalaciones y los recursos humanos del Club Los Andes para la realización de un film al que consideraba “como mínimo una berretada”.

Lo de Leandro era claramente urticaria política: exigía que se suspendiera la filmación de “una película de baja extracción moral” que –sostenía– se iba “a enquistar como una mácula”  en el “acervo” y el “seno” (usaba ese tipo de vocabulario) de la institución.

Cerca estaban los grupos para dar por finalizado su período de guerra fría y miradas torvas para pasar a un intercambio informal de cascotes, cuando arribaron a la escena dos personajes que solo una vez habían coincidido en un mismo lugar. Había ocurrido 22 años antes, en el famoso hallazgo del gliptodonte durante las excavaciones en la sede social.

El curita albino José María Cano –ya un cuarentón- esta vez había sido convocado por Leandro, con el fin de que intercediera ante los responsables del desaguisado fílmico. Sin embargo, entrenado en los fogones misioneros y empapado de cierta doctrina altermundista anticipatoria, el padrecito albino terminó haciendo mejores migas con los lugartenientes de Carlos, chicos decididamente más simpáticos.

Un papel más puntual cumplió el dirigente Julio Waldo Moralejo, aquel que había comandado con su gran muñeca el operativo gliptodonte. Fue él y no el cura quien produjo un milagro aquella tarde de 1986. Con su carisma, logró reunir a los primos para que mantuvieran juntos un dialogo razonable con el director de la película.          

La cumbre se produjo en el círculo central del campo de juego.

“Mirá, Fernando –lo tuteó Carlos, confianzudo–, lo primero y fundamental que te quiero decir, es que a nosotros la película nos parece totalmente válida y apoyamos en general que se haga. Te admito que desde el punto de vista artístico no nos convence del todo, aunque mostrar feamente lo feo, como lo estás haciendo, nos parece un acierto ideológico”, concluyó, mostrando dotes de juntapuchos intelectual.

Leandro, que se mordía los labios mientras oía toda la perorata, vociferó a su turno: “Esta película es una ofensa ¡Vade retro, Ayala!” Y dio media vuelta y se fue.

Conforme, Moralejo palmeó al director en el hombro. “Vos dale para adelante y cualquier cosita me pegás un telefonazo”, se despidió.

Una leyenda nunca comprobada afirma que al día siguiente Leandro Casa Baliña regresó con su grupo  para ocupar de prepo el baldío de atrás de la tribuna, con algunos equipos que había pedido en el laboratorio de medios de la facu “para hacer un trabajo práctico”. Cuentan que su idea era filmar una contrapelícula en desagravio. Pero que solo llegó a terminar un guión rudimentario donde el protagonista  no solo se recuperaba de su adicción sino que además se anotaba en la Facultad y entraba a la UPAU.

¿Y Carlos? Quedó convencido de que había influido en la película, al menos en el aspecto subliminal. Se sabe que se recibió y recaló con una beca en un país de la Europa oriental, donde consiguió trabajo en una ONG que apoya a los cineastas sin manos.

A lo mejor todavía está por allá y probando con el Facebook podamos dar con su paradero preciso.

martes, 13 de abril de 2010

Número 5



¡Saca canguro!

Hace años que Aitor Berrueta y Villazán, el vasquito, –hijo de brasilera y uruguayo del Chuy– forma parte del paisaje, o mejor diríamos del mobiliario urbano fijo de la querida Plaza Libertad. Esa geografía de culto a la que por vida estaremos regresando, como vuelve el gordo Troilo al barrio convocado por sus manos amigas, las estrellas del cielo.

“Conocí al Aitor cuando remontábamos barriletes y éramos expertos en desanudar galletas de hilo”, nos eyecta abruptamente de la poesía el pintoresco Rodolfo Sande, alias Lolo, decidor al que iremos conociendo si aún no tuvimos las desconcertante oportunidad. “Era un bepi un poco timorato –continúa Lolo hablando sobre el Aitor-; algo quedado en el sentido amplio de la vida. De esos a los que les decís: ‘andá a buscar la pelota vos que corrés rápido’, y va contento”.

Si cada lado del cuadrado de una plaza es un barrio aparte, al Aitor lo ubicamos sobre el flanco de Fray Beltrán donde –como ya resaltamos en esta Guía- se situaba la mejor cancha del gran baldío, sombreada en sus límites por los árboles de moras. En esa franja cultivó amistades territorialmente forzadas –es decir, normales– con personajes ya aludidos, como el famoso joven cabra –compartían cierta actitud de retracción personal– y otras inefables criaturas de manufactura lomense como el conocido Yayo, que marchaba con su cometa al viento entonando un estribillo musical muy sonado de la época, pero claramante desfasado con su edad: “Yo tuve dinero/ y lo perdí con el juego y la bebida”.

Regresemos sobre el Aitor y ya lo vemos de bien chiquito con la remera oficial de los Titanes en el Ring, la de cuellito verde. Le habían comprado la del payaso Pepino, que lo hacía parecer algo más tontuelo de lo que marcaba su realidad global. De grande procuró recuperar terreno estético con sus remeras de Fruit of the Loom y unos Quarry bordó bombilla con un ferrocarril de tachas trepando por las piernas. El conjunto más o menos funcionaba, salvo por unas Nike Feraldy con la combinación celeste-amarillo patito que trastocaban el logro.

Pero el problema central era otro. “Aitor también era era lenteja para el encare –sigue contando Lolo–. Un amigo en común, Alfajía, decía con su infinita maldad: ‘Me parece que este va a debutar el día que Los Andes juegue con una camiseta amarilla’”.

Ya estarán pensando que así fue. Y así fue. Los Andes estrenó, casi de incógnito, una casaca del color del sol en un partido sin trascendencia de visitante con Tristán Suárez, en 2007. Y pasada la medianoche de ese día lo vieron al Aitor emerger del Bronco de Lanús, reciclado a nuevo (Aitor, no el Bronco), con una sonrisa “que le llegaba del Puente de Gerli hasta el Abremate”, como apuntó Lolo con su pluma excepcional.

Pero ni esta camiseta amarilla, ni la tan criticada azul y dorada del 2000 en la “A”, ni aquella otra rojiblanca a rayas horizontales del 68; ninguna otra camiseta que haya vestido nuestro primer equipo produjo tanta sorpresa e hilaridad como la que usó en un partido en los tardíos años 70: la increíble casaca que lucía en su parte frontal la figura de un simpático animal saltarín.

Quepe nopo sepe?/ Yopo lopo sepe!/ (Soy porteño como usted), decía el insondable eslogan publicitario en jeringozo de la primera cadena de supermercados del país: Canguro. Había un Canguro en la Capital, en Castelar, en Lanús, y también en nuestra zona, más precisamente en el sitio donde se ubica el actual Coto.

“A la usanza de la época –se inmiscuye, como siempre, en esta Guía el pertinaz historiador milrayitas Pablo Marcos Videla-, el supermercado tenía un servicio gratuito de colectivos. Uno de los ramales pasaba por Laprida, que era mano al revés que ahora, y entonces los muchachos se subían a los micros cuando nos tocaba en la cancha de Temperley, para ir de arribeño. Como el fercho se avivaba fácil y se ortivaba, yo le chafaba a mi vieja una bolsa de los mandados de esas que se hacían con pedazos de saché de leche. Parecía una nena con la bolsita, pero el tipo me tenía que llevar”.

En su despliegue publicitario para cautivar clientes, Canguro fabricaba unos canguritos de goma que aún circulan entre los mercachifles de la web. Y además –y ya vamos arribando al punto que nos interesa- unas remeras de piqué blancas con vivos azules y ese marsupial insignia estampado en el pecho.

“Así era –confirma Pablo Marcos Videla -. Y justo se dio la casualidad de que un encargado de depósito era hincha nuestro y separó un lote que donó generosamente al club para el destino que la institución eligiera darle”.

En la tónica habitual, el empleado del club que recibió las bolsas eligió darles un destino provisorio. Las tiró, digamos, las guardó, debajo del escenario del ex Salón Samaniego, en la cancha.

Las camisetas quedaron en el olvido, hasta que se suscitó una emergencia. En un partido en el Gallardón contra Talleres, el árbitro estimó que los colores podrían empujarlo a la confusión e instruyó a los directivos que solucionaran el inconveniente con premura. Maduraba el desconcierto cuando al empleado se le prendió la lamparita y corrió por la solución.

De manera que Los Andes jugó ese partido con la extravagante camiseta del canguro en el pecho. Había que ver, por ejemplo, a la Vieja Pizarro vestido así. El Pato Aimetta, que ese día estuvo en el banco, sin sacarse el buzo pese al calor, no paraba de gastarlo desde afuera.

Una situación desopilante que llegó al extremo cuando el propio árbitro la transformó en materia de su propia diversión. En cada lateral dudoso, acompañaba con su boca el reglamentario ademán. “¡Saca rayado!”, indicaba, cuando marcaba para a favor de la visita. “¡Saca canguro!”, se mofaba –un cómico bárbaro- cuando el saque de banda nos correspondía.

Al Pato ese humor ajeno no le pareció tan gracioso. Comenzó a interpelar al pito con un vocabulario poco adecuado, y el referi lo terminó echando. Eludió la boca del túnel y, mufado, se sentó arriba de una de las cubiertas que se ponían contra el alambrado para que no se estrolaran los corredores de midget. Así el Pato vio el resto del partido.

¿Tenía puesta la camiseta del canguro abajo del buzo?

No lo sabemos.

¿Si le preguntamos?

jueves, 8 de abril de 2010

Número 4


Mejor no hablar de ciertas cosas

Un Federico Fellini, un Luchino Visconti –por no provocar con un Pier Paolo Pasolini- deberían volver al mundo para retratar el caso de Roberto Tito Villani, archiconocido personaje lomense que toda la vida se caracterizó por su honda bonhomía.

Algún exabrupto emocional en sus épocas de encargado de barra de Walhalla –hoy un cascarón vacío en cuya cúspide resiste aún la bella cornamenta vikinga- para nada mancha un derrotero salpicado de hitos. Su reparto anual de macetas -luego carameleras- a las damas vitalicias milrayitas y la evocación de aquel local de artículos de kiosco al que bautizó con impar genialidad RV –por sus iniciales y porque lo había abierto con los fondos de su retiro voluntario- resultan más que suficientes para inscribirlo en la mejor galería de los mitos locales.

Pero así como acunó al entrañable Tito, Lomas de Zamora también engendró negras figuras que se enquistaron en la estructura social de nuestra institución. Una de ellas, sin dudas destacada, fue la del Petiso Abdón Silvio Samaan; Samantha, en las chanzas fáciles de la zumbona barrita bullanguera que –en razón de su mal carácter- apenas lo merodeaba.

Una lacra que se vinculó tempranamente con Los Andes en doble sentido: se asoció de muy joven y cuando el club llevaba muy poco tiempo de fundado. Su caso no fue el del individuo corriente que asume resignadamente el amor por los colores ante la frustración (pocas veces confesada) de no haberlos podido vestir. Perfectamente pudo haber integrado los equipos de Los Andes en aquellos partidos del comienzo de todo, cuando el bueno de Eduardo Gallardón peregrinaba casa por casa para completar una formación numericamente digna.

“Dejate de escorchar Samantha y entrá a jugar. Por lo menos parate en el medio para molestar”, le reclamaban nuestros adolescentes fundadores cuando el equipo quedaba corto de integrantes.

Pero no. Samaan, poco solidario, prefería ubicarse a un costado para constituirse como un hincha puro que –según un teórico que pasaremos a citar- prefiguró al simpatizante moderno.

“Quizá por fría especulación, quizá en el plano inconsciente, fue un vanguardista absoluto que comprendió antes que nadie que su rol trascendía el de la mera participación en un divertimento colectivo y podía proyectarlo personalmente”, apuntó el sociólogo Amanecer P. Cúneo, autor del primer trabajo etnográfico sobre hinchas de fútbol, publicado recién en 1931 bajo el pretencioso título “¿Energúmenos o adaptados?”

Como parte de su detallista trabajo de campo, P. Cúneo siguió bien de cerca a nuestro personaje y dejó anotado en su cuaderno que el Petiso no solo estuvo presente en aquellos primeros partidos del equipo -los bien reales choques contra los equipos de Adelante Yrigoyen y Fomentos Peligrosos- sino que además buscó hacerse notar. Con una sábana con la frase “Gracias Nuevas Ideas”, intentó captar la atención del cronista de esa publicación –el propio Eduardo Gallardón- que evitó mencionarlo para no entrar en el juego perverso de la retroalimentación mediática. Ni hablar de una segunda sábana que decía: “Lomas es mi barriada, este club nuevo mi metejón y yo estoy medio turulato. El Peti”.

El sociólogo da cuenta, incluso, de una tercera sábana: “No se pierda el show de Little Samán”, invitaba. Claro: en tanto la estructura económica del club no se lo posibilitaba, el Petiso no tenía otra que trabajar para ganarse el pan. Poco afecto a las duras labores típicas de esos tiempos -chancherías, hornos de ladrillos- se inclinó hacía un perfil más artístico. Y se convirtió en mago. O algo parecido.
Jueves, viernes y sábados, al caer el sol, se presentaba en un verdadero bar infernal, con tufo a cartón mojado y tapado de verdín, que funcionaba pasillo al fondo en la calle 6 de junio –actual Monseñor Piaggio- entre Sáenz y Portela. Un establecimiento de avería denominado El piriquiuso, en referencia al propietario y regente, un itálico hermanado al Petiso por un angustiante defecto: el escaso apego a la higiene personal.

Mezcla de magia y circo, el show –que llevaba a cabo sobre un tarima que armaba juntando unos cajones- era globalmente cruel y específicamente tonto. “Pringles, el loro que fuma y tose” -el número de apertura- carecía de todo relieve, gusto y ubicuidad. Samán le encajaba al loro un pucho en el pico, y el pájaro, tras abrir los ojos como dos bolones locos, expectoraba unas flemas. El espectáculo luego resbalaba hacia la trillada maniobra de la aparición del conejo, al que el mago -con el pretexto de añadir un toque personal- tironeaba de las orejas para hacerlo chillar.

“Nadie discute que era un show mediocre. Y que el maltrato del lorito era innecesario. Pero con el tema de los conejos siempre se exageró, porque se lo analizó fuera de contexto. En esa época, eran una plaga. Animales salvajes que devastaban los gallineros. Se han visto conejos salir con gallos colgándoles de la boca. Después fueron idealizados por culpa de los cuentitos, los peluches y esas boberías”, sopesó el prolífico historiador milrayitas Pablo Marcos Videla.
Los jueves y los viernes el show era presenciado mayoritariemente por agentes municipales, operadores de la oficina del telégrafo y verborrágicos empleados de comercio: sentó las bases del after office en Lomas de Zamora.

Fue un éxito durante un tiempo, hasta que un incidente en el bar con un alto funcionario de la polifacética Dirección Municipal de Fauna, Areas Lacustres, Deportes, Cultura y Cantinas -asiduo concurrente- derivó en el cierre intempestivo del tugurio y en su automática clausura.

Al garete en la vida, Samán retornó a sus orígenes y con los años fue hallando cobijo en la incipiente “barra fuerte” (como los diarios llamaban al principio al las barras bravas) del Club Atlético Los Andes. Luego fue él quien empezó a cobijar promesas juveniles en el seno de la organización.
Pero eso es un tema aparte.

Y como cantó por última vez Luca Prodan en la cancha de Los Andes aquella noche de diciembre de 1987, dos días antes de morirse: mejor no hablar de ciertas cosas.

miércoles, 31 de marzo de 2010

Número 3





Un regalo al dios del pozo

Sustanciosa y por momentos sustantiva publicación de variedades milrayitas, panamericanas y mundiales, El Monitor Crítico Rojiblanco se mantuvo en la calle a lo largo de 17 años, durante las décadas del 30 y el 40.

Las tiradas, eso sí, fueron irregulares. Tocó fondo -apenas 48 ejemplares- con la portada “¿Hay lomas en Lomas?”, que, francamente, parecía abrir la puerta a un tema interesante, un tabú local aún en estos tiempos. En cambio, logró su pico de ventas –616 ejemplares- con una tapa titulada “Chichín Almozny, el hincha de Los Andes que sobrevivió al Sitio de Leningrado”, verdadero golpe bajo, fea mueca de efectismo periodístico sin fuentes creíbles.

Amén de algunos desaguisados, mucha información útil –y relativamente comprobable- quedó asentada en las páginas supervisadas por los otrora jóvenes e intelectuales lomenses (solo esta tercera condición han conservado) Constantino Emilio Gaito y Filemón Tévez y Tessone.

El Monitor, por ejemplo, testimonia sobre el increíble paso por el club –en el campeonato de 1945- de un jugador mexicano, perteneciente a la etnia maya caxiquel, llamado Turbión Chok Tun.

Extravagante futbolista que en irrestricto honor a sus antepasados -aquellos que se jugaban el alma y el cogote en los sanguinarios juegos de pelota- solo impactaba el balón con los muslos y la cadera.

Pionero del piercing nasal en la historia del deporte y de la sociedad argentina toda, Chok Tun no llegó a completar un partido. El universalismo de los dirigentes que lo contrataron tampoco los llevó a la locura exigir la titularidad indiscutida de un jugador que se negaba a cabecear el balón para no arruinar su vistoso tocado de plumas de quetzal.

Igual, como los códigos de la muchachada aún gozaban de buena salud, cada partido lo hacían entrar unos minutos “para que jueguen todos un ratito”. Además, la semana era larga, y el maya entretenía al plantel en las prácticas con sus malabares. “Un día le conté 706 jueguitos, siempre pegándole con los muslos y la cadera”, explicó al Monitor el D.T. Mercedino Gutiérr… (una quemadura de cigarrillo en la página de la revista nos impide conocer el apellido completo, una pena).

Como se dijo, el maya no jugaba mucho. Pero incidía bastante en el grupo humano. Nos informa El Moni que Chok Tun “aprovecha su ascendencia en el resto de los players para convencerlos sobre la necesidad de realizar ofrendas para ganar los partidos. Empezó con los objetos personales, pero después fue mucho más lejos”.
La revista constató el caso del back derecho Araneo, que arrojó tres pares de medias al aljibe del caserón –hoy demolido- de la esquina de Laprida y Posadas, donde -una vez que la cancha de Los Andes se hubo mudado a su actual emplazamiento- funcionó el Teatro Horizonte.

“El maya insiste en llamar el cenote sagrado al pozo donde este jugador, bajo amenaza de una terrible maldición, arrojó su ofrenda después de haber cometido un penal en tres partidos sucesivos”, revela El Monitor.

Araneo no volvió a cometer penales y el método gano reputación. Tanto que un orondo Chok Tun instó a sus compañeros a redoblar la apuesta y pasar –sin atajos- a contentar al dios del pozo con restos humanos.

Así, en medio de una preocupante sequía goleadora, el gran anotador Juan Deleva arrojó una pieza dental que un defensor rival le había volado de un cabezazo en un centro. Y que él había guardado en vistas a un posible reimplante.

Creer o reventar. Ya sabemos lo que pasó con Deleva: fue ídolo y de tanto inflar redes –entre los campeonatos del 45 y del 46 marcó 59 goles en 70 partidos- fue transferido a Independiente. Un personaje clave en la historia milrayitas, ya que con el dinero del pase
-35.000 pesos- Los Andes terminó de pagar los terrenos del llamado potrero de Buscanín, donde hoy está el glorioso Estadio Eduardo Gallardón.

El diente del goleador y la medias de Araneo fueron durante años la obsesión del paleontólogo germano-entrerriano Kaspar Perelmuter, aquel que certificó el hallazgo del gliptodonte durante las obras de construcción de la sede social. Cuando recogió el dato, ya al borde de los años 70, Perelmuter concurrió al municipio a solicitar un permiso para excavar en la plaza, un sitio público. El jefe de inspección que lo recibió le explicó que lograr una autorización oficial iba a resultarle muy engorroso. Pero, lejos de desalentarlo, le recomendó que “para hacerla más fácil” se manejara “así nomás, ilegalmente”.

Perelmuter terminó sumergido en una interna con la Sociedad de Arqueología No Invasiva, una banda hippie que defendía el incomprensible método de “cavar sin excavar”. Mientras tanto, algunos allegados científicos un poco más serios le complicaron la vida cuando le indicaron que por ética profesional, un paleontólogo podía buscar un diente, pero nunca unos pares de medias.

Podrido, Perlemuter no excavó nada. En 1981, cuando construyó la ciudadela con aires de medioevo que es la actual plaza Libertad, la dictadura rellenó el aljibe y en ese sector colocó una fila de neumáticos que aún hoy –mil veces repintados- sirven de túnel y juego trepador para los niños lomenses.

El diente y las medias, o alguna hilacha putrefacta enamorada de la tierra, siguen ahí abajo, y seguirán para siempre.

Deleva jugó en en el exterior, volvió a Lomas, y vivió hasta el final de sus días en una casita, que se mantiene casi intacta, en Boquerón al 100.

Perelmuter por ahí anda.

¿Y el maya?

Sabe Dios.

La Serpiente Emplumada, en su caso.

Pero es mucho lo que le debemos.