miércoles, 5 de mayo de 2010

Número 7


Un verdadero milagro

El primer relator partidario del Club Atlético Los Andes no fue Malter Benson, Casa Svenson, o cómo se llame.

No señor. Se llamó, se llama –vive aún– Roberto Renta Cartolano. A sus padres débele un nombre con semejante trabazón fonética; débese a sí mismo haber obedecido a los dictados de la época al dotarse de un eficaz pseudónimo para su carrera como comunicador: Rentacar.

Fue el primer relator partidario del Club Atlético Los Andes y si no lo creen pueden acudir a los archivos de los nonagenarios y ya ni lúcidos profesores Constantino Emilio Gaito y Filemón Tévez y Tessone, por todos conocidos en Lomas de Zamora. Cobran la consulta.

Rentacar, quien importa en esta ocasión, era radioaficionado. Lo es: el radioficionado nunca muere adentro de uno, y de uno como Rentacar, menos.

Rentacar fue el primer relator global del Club Atlético Los Andes. Cuando no había nada, nada, nada, sus colegas escuchaban los partidos del milrayitas allá en la Europa como en el Asia, gracias a Roberto Renta Cartolano, Rentacar.

Fue el primero y se sostendrá que fue el mejor, y a la vez el más polémico. Recién hoy, celebrado como un propalador de culto, va siendo recalificada como una audacia aquello que en su momento fue valorado como una dificultad comunicativa: la organización del contenido de las transmisiones en torno a las citas y las asociaciones con las mitologías del mundo, de las cuales era un vasto conocedor.

Ya nos extenderemos sobre eso.

Rentacar era un hombre muy alto -su madre jamás supo lo que era coserle un dobladillo-, flaco y huesudo, cuya nuez prominente –tradicional sinónimo de masculinidad– representaba para él un complejo que disumulaba con el uso de poleras, aún en pleno verano. Vivía en un casa ya desaparecida justo en frente de la también desaparacida mueblería Los Gallegos, Laprida al 1100, territorio fértil de historias semifantásticas. Los pies lo llevaban solos hasta esa escasamente dilucidada zona de transición entre el barrio y el centro que se extiende desde Penna/Olazábal hasta San Martín/Bolívar. En el camino frecuentaba mostradores como el de la zapatería Leonardo –sobreviviente de aquella época- Las Tres Pulgas, Cycles Villa y –era adicto al olor a telas- la Sedería Adolfo. Sus historias eran escuchadas con respeto en cada uno de estos comercios, aún en los horarios pico de asistencia de clientela.

“Recibirlo normalmente era un placer y despedirlo siempre un alivio”, resume Guillín Serramía, empleado durante un tiempo de la legendaria bicicletería–pasillo. Rentacar tenía su punto de arribo en la famosa academia de dactilografía de Laprida, donde muchos jóvenes acunaban sus módicos sueños de oficina céntrica y ascenso social. En ese local, se ganaba la vida con el dictado de clases de estenografía, disciplina igualmente pasada de moda hoy como en aquel momento.

Roberto Renta Cartolano. Sólo alguien como él se animó a entroncar una fuerte doble vocación con un tercera: su amor por el CALA. Arrancó con las transmisiones de los partidos en el 73 y continuó sin interrupciones hasta inicios de la década del 80, cuando las noticias sobre su labor empezaron a espaciarse.

Existe una teoría al respecto. Ya nos ocuparemos.

Pero ¿Como hacía Rentacar para llevar adelante las transmisiones? La dificultad de trasladar sus equipos hasta el estadio era su principal obstáculo físico. De modo que permanecía en su casa y mandaba como enviado a un vecino, Julio Pandeleche Sganga, alias Julito (Se entendió: era tan espantoso el mote que lo apodaban con el diminutivo de su nombre). El jovencito volaba con la bici las seis cuadras que separaban la base del acceso a la cancha por Estrada, embocaba la trompa en la luz que quedaba entre los dos paños del portón, y pegaba un chiflido para que alguien más o menos confiable se acercara a comentarle las alternativas del partido.

No estaba acreditado oficialmente por dos motivos. El principal: era más largo ir hasta la entrada de la avenida Santa Fe. Segundo motivo: el encargado de prensa de entonces, un fabricante de tanques de agua apodado Chuc Cónor –por su parecido con el Hombre del Rifle- no lograba entender el sistema. “Acá no se entra para salir 20 veces, nene. Esto es Los Andes”, lo fletaba a Pandeleche.

No eran 20, sino 7 u 8 los viajes que Pandeleche conseguía hacer durante los 90 minutos de partido. Por supuesto que el plomazo de Rentacar no estaba conforme con el promedio. “A este scansafatiga lo tengo que cambiar por otro que tenga motocicleta”, solía renzogar a sus espaldas, pero con el volumen suficiente para que lo escuchara.

Con sus peros, las transmisiones de Rentacar eran un verdadero milagro en una época en que los hinchas de Los Andes en el exterior –unos 24, tres de ellos radioficionados- no tenían otra forma de enterarse en tiempo real sobre la suerte del equipo.

Este caso testigo de la emisión/recepción de un gol corriente de Los Andes resulta útil para dimensionar las peculiaridades de esta epopeya comunicacional (traducciones entre paréntesis):

“QSL, QSL… Lima-Uniform-One-Romeo-Echo-November (la licencia de Rentacar en el códido internacional: LU1REN) ¡Golf-Oscar-Lima- Delta- Echo- Lima-Oscar-Sierra-Alfa-November-Delta-Echo-Sierra (¡Gol de Los Andes!) !Echo-Sierra-Papa-Oscar-Sierra-India-Tango-Oscar! (¡Espósito!) ¡Victor-Alfa-Mike-Oscar-Sierra- Charlie-Alfa-Romeo-Alfa-Juliet-Oscar! (¡Vamos carajo!). QRT.

Y así cada vez. Un lío, salvo para los adiestrados oídos del mundo de la radioafición, adonde finalmente el esfuerzo iba dirigido.

Pero si las radiotransmisiones eran el soporte, las citas mitológicas –tal como adelantamos- eran el tópico comunicativo. El eje sobre el cual se vetebraba la información deportiva. Aún hoy reluce el enigma: ¿A Rentacar le interesaba comunicar, por ejemplo, los aciertos en la red de Pedro Vicente Patti, o el fútbol era para él la mera excusa para un peligroso plan de divulgación cultural?

Un poco de todo, pensamos. “Te informa y te educa. Es un bocho, Roberto”, no deja lugar para las dudas su vecino Coco Cruyín, un glorioso mandaparte (al llamarlo “Roberto” y no “Cartolano” o “Rentacar” trasuntaba un grado de confianza del que probablemente no disponía) que agarraba las transmisiones con su sofisticada radio Siete Mares. Vivía cerca de la cancha, pero no iba, porque decía que estaba “peleado con gente”. Se había comprado la radio cansado de la mala recepeción a sus preguntas por parte de los que iban o volvían de la cancha y pasaban por la puerta de su casa. “¿Con quien juega Los Andes? consultaba de ida ¿Como salió Los Andes? -a la vuelta-. Preguntaba varias veces, por escorchar, y con suerte le soltaban algún resultado, no siempre el mismo. “No sé, viejo, andá a la cancha”, le rugían en la mayoría de los casos, y en la totalidad cuando el equipo perdía.

Al margen de sus adláteres y detractores, resultaban excelentes las piezas de Rentacar y las referencias mitológicas, su gran especialidad. “Esta gresca tiene características comparables a la que tuvo lugar en el casamiento de Pirítoo con Hipodamia”, comparó en medio del famoso caos en el partido con Banfield en el 73, todo frente a un mareado Pandeleche, que, buscando datos color se había ligado un cascotazo en la ceja. “Los simpatizantes de ambos equipos –ampliaba, mientras Pandeleche empezaba a sangrar de un oido- se comportan como verdaderos bersekers, aquellas criaturas que las leyenda nórdicas describen como seres feroces que saltan al combate con pieles de oso y en un completo estado de excitación”.

Por supuesto, bersekers era “ Beta-Echo-Romeo… y todo lo que sigue. Insufrible.

Si el equipo iba dos goles abajo, el relator veía en el empate “una quimera” e inmediatamente describía al “animal con cabeza de león, cuerpo de cabra y cola de serpiente, derrotado por Beloforonte”. Si el DT de turno no encontraba el equipo y el déficit se traducía en malos resultados, se refería al entrenador como “el Minotauro encerrado en su propio laberinto”.

“Me hago una pithón (en griego, una pregunta que quizá no tenga respuesta)…”, arreciaba cada vez que iba proferir una crítica. “Tápense los oídos como Circe aconsejó a Ulises para que no sucumbiera al hechizo de las Sirenas”, reclamaba a los jugadores en los momentos de reprobación popular más intensa.

Y así. “Estos son los centauros del visitante”, definía, en desmedro de los defensores rivales. Los centauros son criaturas “mitad hombre, mitad caballo”, se sabe. Con los propios era algo más piadoso. Pero un poco, nada más. A uno que tenía de punto era a Eduardo Britos, un defensor que vistió honradamente la casaca albirroja durante 47 partidos, en 1977 y 1978. Lo llamaba Kariki, nombre de un deidad maorí más asociada a la torpeza que a la actitud decidida y la pierna severa pero siempre leal que caracterizaban a este querido jugador.

Las noticias sobre Rentacar se vuelven más espaciadas al inicio mismo de la década del 80. Aún circula en los corrillos de los LU´s que Cartolano apartó su atención del derrotero del equipo milrayitas para para sumarse a una insólita acción política.

Un punto mercedor de un desarrollo más amplio en una segunda parte, que en breve será presentada. QRT.