

Un monstruo de verdad
Era un día brillante como un cucharón nuevo y la noticia empezó a correr como sopa por Lomas. En las excavaciones de la obra en la sede de Los Andes había aparecido un monstruo. Un monstruo de verdad.
“Se conoce que es una criatura antediluviana”, opinó el pocero Santo Domingo Izeta, con un hinojo que le colgaba de la comisura de la boca. A su propio relato posterior debemos un testimonio que resultó anticipador. Asustados, los demás integrantes de la cuadrilla, sólida hasta ese momento, lo habían dejado solo.
Enseguida llegó la policía para hacerle compañía y labrar una actuación por “hallazgo dudoso, no por dudarse de que haya acontecido un hallazgo, sino por la duda de qué se tratase el resto de animal u objeto”. De poca fortuna gramatical pero invalorable como documento, el acta se conserva en los archivos privados de los profesores Constantino Emilio Gaito y Filemón Tévez y Tessone, personajes cuya particular impronta ya nos obligará a abundar sobre ellos.
Como decíamos, la noticia circuló con velocidad y no tardó en reunirse un público ansioso por recoger su propia versión de la historia. De pronto emergió una figura preclara (la claridad de su conceptos llegaría recién en su vejez) que se hizo espacio entre la muchedumbre. “Avancé silbando el tango En esta tarde gris, de Mores y Contursi.. Todo el mundo chiflaba tangos en esa época y de esa manera logré pasar inadvertido.Y eso que era un día de sol”, reconstruyó tiempo después, convencido del ingenio y la efectividad de su ardid.
Aquel día pidió hablar con “el responsable del predio” y ante la rápida evidencia de que tal figura no existía, no demoró en constituirse un triunvirato de contingencia integrado por el oficial de policía Aimar Egberto, el dirigente Julio Waldo Moralejo, y el pocero Izeta, cuya única ceja -que recorría su frente como un arco indio- acentuaba un gesto bravo curtido en las luchas sindicales. Siempre precavido ante su presencia intimidante, Moralejo lo llamaba “campeón” y cada tanto le regalaba unas mentoliptus. En cuanto al policía Aimar Egberto, sus propios compañeros nunca supieron cuál era el nombre y cual el apellido; los legajos de la fuerza no aclaraban nada: aparecía anotado de las dos maneras.
El policía primereó a Moralejo, que se colocó apenas atrás para recobrar su puesto ante la primera claudicación del oficial. Se cuadró frente al individuo que reclamaba atención y luego de cerebrar unos segundos cómo iba a presentarse, ya resuelto, lanzó a bocajarro:
- ¿Señor?
“El mío rispeto, cavalieri -lo encimó el hombre-. Mi nombre es Perelmuter, Kaspar Perelmuter, paleontólogo de oríquene germano y simpatía milrayite. Sono qui para interiororizarme sovero il discoverimento”.
Bien decía Perelmuter que era de “origen” alemán, ya que había nacido en Basabilvaso, nudo ferroviario entrerriano. Allí se había establecido su padre Kaspar H. Perelmuter, quien para evitar todo equívoco con su nombre se hacía llamar directamente Gaspar Pérez. Un gesto con el que buscaba, de modo un poco alevoso, afirmar su criollez en honor a la tierra que, decía, lo había acogido “como un gaucho más”.
El pintoresco cocoliche que su primogénito y único hijo usaba para comunicarse se justificaba en la nacionalidad de su madre, una italiana de padre ruso bautizada, confirmada, y se supone que sepultada, como Battista Fiodorovna. Una mujer recta y conservadora que a diferencia de su marido vivía renegando de su emigracióm al nuevo continente. Exageradamente vanidosa de su doble origen, le hablaba al pequeño Kaspar en italiano y cuando el chico se portaba mal amenzaba con arrojarlo “a la nieve y a los lobos”.
Pero fueron muy pocas veces. Kaspar resultó un muchachito juicioso que terminó el secundario a los 15 y se recibió de paleontólogo a los 23. En esa época la familia ya estaba afincada en Lomas y Kaspar se había vinculado con Los Andes a través de un primo, Rinzuk, integrante del equipo campeón de 1957, el de Angelito Del Moro y Julito Zavatto.
El día del hallazgo, con un par de datos que resultaron confusos para el oficial Aimar Egberto, definitivamente descarados para el pocero Izeta y más que suficientes para el pragmático Moralejo, Perelmuter consiguió acercarse al pozo que alojaba al monstruo. Luego de asestar unos golpecitos con la yema del índice sobre lo que parecía un caparazón, extrajo un bolígrafo y anotó en un cuaderno: “Aparente resto óseo de ejemplar de gliptodonte de variedad a determinar, por mí, o por terceros”. Acto seguido elevó la mirada hacia el trio –Perelmuter tenía el tic de escribir agachado- y pasó en limpio:
“Questa es un criatura que vivió hace aproximadamente 780.000 anni.-el castellano de Perelmuter iba progresando a medida que avanzaba en una conversación-. Vivió acá o estaba pasando por acá, ya que fuese cual fuera el motivo de su muerte lo cierto es que pereció en el solar donde hoy se construye el edificio social de nuestra querida institución”.
A la usanza del Movimiento de Palentólogos Cristianos, al que adscribía, estableció que el hallazgo debía contar con una inmediata bendición religiosa. ¿Quién iba contradecirlo? Moralejo fue hasta lo de un vecino y discó el número del padre José María Cano, un curita albino recién recibido del seminario. En unos minutos -vivía atrás de Obras Sanitarias- el curita se hizo presente y procedió con su mejor concentración de novato.
Al mismo tiempo, en un jeep carrozado llegaron unos expertos de la Universidad de la Plata, que confirmaron la presunciones de Perelmuter y solo agregaron que el animal pertenecía a la variedad panochthus intermedius. Mientras tanto, Moralejo había reunido a un grupo de socios y allegados a la institución para discutir el destino que se le daría al resto hallado. Formaba parte del cónclave Nolberto Mintas, dueño de una agencia de autos, a quien se le ocurrió que el bicho bien podia ser erigido en el extremo de un mástil, como ornamento, en la fachada del futuro edificio. “Yo tengo así la carrocería de un Auto Unión en el techo de mi negocio. Le pegamos una barnizada y aguanta fenomenal”, propuso.
Por fortuna primó la cordura y los restos fueron transportados hacia la capital bonaerense para que fueran objeto de tratamiento y estudio científico. Perelmuter se quedó mal porque sus colegas no le pidieron su opinión. “Creo que se hizo lo correcto –ponderó de todos modos- pero la idea de Mintas tampoco era para despreciar. Más adelante quizá podemos poner la figura de un atleta, un pelotaris, un cóndor, o algo”, se conformó.
Lo que fue un vivaz gliptodonte viajó ese día a La Plata en un flete disimulado como un camión atmosférico. La inseguridad y la piratería de restos fósiles ya constituían una amenaza en aquellos años. El bicho se conserva hasta la actualidad en el Museo de Ciencias Naturales de la ciudad de las diagonales, salvo la cola, guardada en el Museo Americanista de Lomas.
¿Y Perelmuter? Como era debido, el club lo galardonó con un medalla “al aporte destacado” una premiación que –según descubrió años después el historiador Pablo Marcos Videla— no estaba contemplada en el estatuto. La intención fue buena; no así la presuntuosa y poco visionaria decisión de Perelemuter de donar su propia medalla “para engrandecer el patrimonio de la institución”.
Fue, lo vemos a la distancia, un doble acto irresponsable: el de Perelmuter, por donarla; y el de las autoridades del club, por aceptarla. Dicen que la medalla terminó en un volquete que sacaron a la calle durante una limpieza en la sede, a mediados de los años 90.
Nuestro héroe de origen alemán no corrió suerte mejor que su presea. En crisis con su profesión y desilusionado por las ciertas cavilaciones doctrinarias del Movimiento de Paleontólogos Cristianos, rompió filas y se conchabó en la pileta Kipao, como jefe de mantenimiento de bomba y filtro. En el popular balneario lomense conoció a uno de sus grande amigos del otoño de la vida: un sujeto algo mal trazado pero siempre fiel (básicamente al jarabe de alcaucill) llamado Rodolfo Sande.
Con él se lo ve algún que otro mediodía tomando una cervecita con condimentos bajo el toldo del El Rincón Oriental, el bar que frecuentan en el Old Laprida, barrio alternativo al cada vez más estándar enclave de Las Lomitas.
Sí, es verdad. El otro día íbamos a comentar lo del maya y al final no comentamos nada de pura fiaca. Estuvo mal.
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