lunes, 2 de agosto de 2010

Número 9




¿Me querés explicar?

Por este medio se enterará Antón que el día que fue con la mujer al Jumbo a comprar un vaquero y a ver alcanzame el negro, Mabel, o mejor el azul, “te van bien los dos, bah, bien... te van igual, si no bajás la panza, Osvaldo...”, ese día, un sábado a la mañana, cuando se miró al espejo del probador y no sin pudor pero sí bastante de contorsionismo dirigió la mirada a la frontera entre la pierna y la nalga y con el rostro demudado dijo: “Mabel ¿vos que ves ahí?”, ese día acababa de descubrir la marca de la leyenda impresa en un sitio recóndito de su anatomía.

Nildo Osvaldo Antón, aquel que había “malgastado la juventud” -en esas precisas palabras se lo reprochaba la esposa- fatigando una carrera como futbolista en cuadros como Estudiantes de Buenos Aires o Argentino de Quilmes, para ir escurriéndose en un paso por la C y un remate de lo más acorde el club Ever Ready de Dolores, dueño de una sigla -CAER- cuya fuerte denotación no lo inhibió de afirmarse como el equipo más exitoso en la historia de la primera ciudad patria.

Una coincidencia interesante (apenas para nosotros, es cierto) quiso que aquel año, 1981, compartiera el plantel con una gloria milrayitas llegada a Dolores para rubricar en el Ever Ready su trayectoria como futbolista: Abel Da Graca.

“Ever Ready, Ever Ready, por ahí pasaron, sí... -revisa el pegajoso historiador milrayitas Marcos Pablo Videla-, pero ojo que la estadística es muy difusa sobre la cantidad de veces en que estuvieron juntos en la cancha. Y encima Antón no colabora, porque modifica el dato según el interlocutor. 'Jugué tres o cuatro partidos con un tal Da Graca, uno que era de Los Andes', suelta, así, desdeñoso, cuando el que le pregunta es una persona cualquiera. 'Con el señor jugador y mejor persona Don Abel Lito Da Graca conformamos una sociedad futbolística impar al menos en 12 oportunidades', se ufana, si el conocido es alguien de Lomas de Zamora.

¡Lomas de Zamora! Tu grato nombre. Nuestro pueblo. Inolvidable Lomas de Zamora que en los jóvenes setenta -los años del mejor Antón futbolista- invitaba a recorrerla a bordo de unos buenos mocasines bigotudos de Pepo's, siempre generosa y maternal. De la fina galería Oliver, cruzando por la mitad de cuadra a la galería Laprida, abovedada de ladrillos, con sus desniveles siempre intrigantes, para obedecer a la huella de pisadas blancas que conducía hasta la zapatería distante unos locales de Don Disco; bajar luego la escalera para ofrendar alguna moneda a la fuente -hoy bajo horrible tumba de porcelanato-; trepar por fin en un juego audaz hasta el bar Camaro, foco de atracciones para aprendices de hombrecitos dignos.

Empero, el imán para ciertos aspirantes a lacra era un sitio ruin ubicado en la explanada inferior de la galería. Dorival tatuagem adentre-se, invitaba un mínimo cartel pegado en la vidriera, clausurada por una persiana americana. Pese al nombre, en presunta alusión al autor bahiano Dorival Caymmi, el personaje a cargo del local se llamaba Héctor Prestes, y era más lomense que el almacén de los Yácomo, aquel despacho que produjo y comercializó la mejor factura de cerdo del mundo. Comerciante al fin, Prestes era consciente del que ese touch brasilero le confería a su emprendimiento un valor exótico. La apertura en la misma galería de un local de vaqueros llamado Tijuca confirmó que había marcado tendencia.

Pero de la vanguardia comercial al arte siempre hay un paso. Y Prestes, el tatuador, presumía de artista. Lo malo, si ya no era malo lo dicho, es que exageraba con el concepto. “En mi labor, adhiero al ala jobino-gilbertiana del arte por el arte mismo”, alardeaba, y dale con el brasilerazo.

Claro que ni el mundo y menos Lomas de Zamora estaban ya para semejantes mariconadas. La política forzó una reconversión a las demandas del mercado y el símbolo de una letra “pe” mayúscula flotando dentro de unas alas de paloma como brazos amigos, pasó a formar parte obligada de los catálogos del 'artista'.

“Que querés que le haga: me tengo que adaptar. En las carpetas antes tenía el payaso del disco de Almendra y la lata de sopa de Warhol, pero ahora tuve que aprender a dibujar la caripela con bigote anchoa del señor Cámpora, e interiorizarme sobre las líneas del constructivismo soviético. Ya estoy podrido de tatuar obreros metalúrgicos parados sobre columnas”, protestó en una entrevista con Las Manos de Fermín, una publicación local de vanguardia erótica que en la tapa de su número debut mostró la foto de la Venus de Milo que adornaba la fuente del fondo de la confitería Gallardón.

No hace falta revisar ninguna tonta revista de coyuntura para recordar de qué manera el sueño tornó pesadilla y en el nuevo contexto nacional un tatuaje inconveniente podía pasar a costar la vida. El fútbol fue refugio en tiempos negros. Para muchos, y también para Prestes, un hábil absoluto con la manos que se recicló como masajista y pinchacolas de farmacia.

“Trabajando, conoció a un jugador de Los Andes que se había ido a dar la antitetánica -cuenta, bajando la voz, un ex compañero de trabajo-. Decían que venían a la farmacia a meterse la pichicata, pero era mentira. Este muchacho que te digo se había cortado con una lata que usaban para tomar agua en los entrenamientos y se vino a vacunar. Después lo puso a Prestes en contacto con el club, donde el 'tatuagem' ese terminó cubriendo una doble vacante como masajista y asistente general del plantel profesional”.

Esa es la versión blanca de la historia. Otra versión, la defendida desde su resentimiento por los malvados profesores Constantino Emilio Gaito y Filemón Tévez y Tessone, narra que Prestes ejecutó, por un oscuro medio, el asalto final a la estructura formal de la institución. El terreno ya lo había sembrado un tiempo desde el frente externo al firmar un convenio con el club, por el cual hacía tatuajes con un 30 por ciento de descuento a socios y un 75 por ciento a los dirigentes. Pero los nonagenarios y ya ni lúcidos profesores detallan que Prestes consiguió su doble puesto a cambio de mantener en absoluto secreto las características de un tatuaje que le había aplicado a un directivo del club en la zona cercana la ingle: “pese al hermetismo, lo que trascendió sobre este asunto tabú es que el dibujo incluía un corazón que contenía un nombre: Mario. Nada más.”

Frustrado, perverso, capaz de todo y ahora estratégicamente instalado en el seno del club, el tatuador resolvió vehiculizar su resentimiento generando un nueva forma de intervención. Llevaba su maletín de tatuajes al banco de suplentes y aprovechaba los amontonamientos por las protestas o las lesiones para asestarles pequeños pinchazos de tinta a los jugadores visitantes. Con cualquier excusa, el propio Prestes gritaba cosas o directamente se metía en la cancha para generar nuevos tumultos e imprimirle continuidad a su tarea.

“Era tal su locura -fantasean los profesores Gaito y Tévez y Tessone-, que llevaba una libreta de apuntes donde registraba qué cosa había llegado a tatuarle a cada jugador en los breves instantes de contacto. La idea era completar los tatuajes cuando esos jugadores volvieran en otro partido, con el mismo equipo u otro. Por eso era un obsesivo de los mercados de pases y de los fixtures, para tener todo controlado. Hasta se robaba las planillas con la formaciones que pegaban en la antesala del vestuario para los periodistas. No podía fallar”

...

¿Habrá cámaras? ¿Y alarmas?, se inquietó Mabel, el día que estaba en el Jumbo de Llavallol, un sábado al mañana, comprando un vaquero con Osvaldo, Nildo Osvaldo Antón, ex futbolista medio pelo, con algo más de eficacia como pyme en el rubro de correas para cortinas, su ocupación actual. Ahogado en el probador Osvaldo gritaba no sabía ella qué cosa y le rogaba que se metiera con él.

“Mabel ¿vos qué ves ahí?, la consultó, con el rostro demudado, mirándose la pierna.

La cara inicial de la mujer fue la misma que pone quien escucha los gritos del pobre loco polaco de la estación de Lomas por primera vez.

”Ju... Ju-í...” -¡quedate quieto Osvaldo!-, bramó Mabel entre dientes. Usando las dos manos intentaba unir la nalga y el tramo inicial de la pierna de su marido para leer bien una inscripción deconstruida en las complicaciones de la superficie de piel humana.

“Jui...Juira... Juira bu...” (“¡Osvaldo, por favor!” -volvió a retarlo, “¡Osvaldo!” -otra vez-)

“Juira bu...rro”, completó.

“Juira burro”.

-Osvaldo -lo ametralló con la mirada -¿Me querés explicar?

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